
Antes del Quijote: Miguel de Cervantes, una batalla naval y el origen de la herida que cambiaría su vida
El 7 de octubre de 1571, una flota combinada de países cristianos de Europa se enfrentó en la localidad griega de Lepanto a una similar del Imperio Otomano. En la batalla se encontraba el futuro autor de Don Quijote de la Mancha, quien resultó con una herida que lo marcaría de por vida. Esta es la historia.

Muchos años antes que fuese el escritor relevante que fue, y 34 años antes que publicara Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra fue un joven y arrojado español de 24 años que, un buen día de 1571, se sintió imbuido del llamado hecho por el Papa Pío V. No cabía dudas que era lo que se esperaba de un buen cristiano.
Resulta que el Sumo Pontífice lanzó una Cruzada para ir en contra del Imperio Otomano, que se había apoderado de la isla de Chipre, por entonces, en manos de los venecianos. Se temía una invasión mayor de su parte y había que tomar cartas en el asunto. Ciertamente que la importancia geopolítica del mar Mediterráneo así lo exigía. El mundo cristiano se encontraba bajo una amenaza seria. Así, se conformó la llamada Santa Liga
Pero, a pesar de tenor de la amenaza, fueron pocos los países que accedieron a participar en la cruzada: la Monarquía de España, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova, y el Ducado de Saboya. La idea era preparar una expedición naval para derrotar a los turcos.

Los venecianos -principales afectados por la amenaza- intentaron presionar para poner a uno de los suyos al mando de esta armada de la cristiandad. Sin embargo, como suele ocurrir, se impuso el poder del dinero. En este caso, como el rey de España, Felipe II, fue el principal aportante de hombres y naves, fue quien determinó al comandante de la flota. El elegido fue su medio hermano, Juan de Austria. Pero en orden a lograr un acuerdo, también se designaron otros jefes: el príncipe y almirante italiano Marco Antonio Colonna comandó las galeras pontificias y Sebastiano Veniero, administrador del gobierno de la República de Venecia y procurador, hizo lo propio con las naves venecianas.
Fue en ese contexto en que el joven Cervantes -quien se encontraba en Italia- se unió para la batalla. ¿Cuál era su experiencia militar? Ninguna. Pero seguro pensó que las ganas compensarían dicha carencia. Como parte del Tercio de la Liga embarcó en la galera Marquesa dispuesto a dar pelea. Años después, en el prólogo al lector de la segunda parte del Quijote recordó ese momento como: “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.

Entre los países de la Santa Liga lograron juntar una fabulosa flota de 300 barcos, cincuenta mil soldados de infantería y 4.500 jinetes. Todos se unirían en Messina, en la isla de Sicilia, y desde ahí partirían a enfrentar a los otomanos. Ahí iba embarcado el joven Cervantes con la emoción de vivir en carne propia aquello de lo que siempre había escuchado en bocas de otros, la guerra.
Por su lado, a los otomanos les llegó la información de lo que se estaba preparando y a toda carrera decidieron actuar. Junto con la armada otomana sumaron naves argelinas y alejandrinas, con las que llegaron a contar formidables 300 naves y 60 mil hombres. Estaban decididos a presentar pelea a los cristianos.
La flota de la Santa Liga se hizo a la mar con el orgullo y la determinación de aquellos que se sienten elegidos para un objetivo superior. Eso que trasciende a las personas. Y tras días de navegar en las aguas del Mediterráneo, encontraron a la armada turca en la localidad griega de Lepanto (o Naupacto).

El 7 de octubre de 1571, ambas escuadras se mostraron los dientes. De acuerdo al National Geographic el joven Miguel de Cervantes se encontraba embarcado en la galera Marquesa, junto a su hermano Rodrigo. Al amanecer, despertó con fiebre, no se encontraba en las mejores condiciones para disputar una batalla. Su misión era la de proteger a los arcabuceros y arrojar bombas incendiarias a los barcos enemigos, sin embargo el capitán de su tercio le ordenó que se retirara a su cuarto. No le servía un soldado enfermo.
Pero de eso nada, llevado por el arrojo e imprudencia de la juventud, Cervantes insistió en quedarse. Era solo una fiebre, no era nada tan relevante que le impidiera moverse y actuar. A regañadientes, su superior accedió que se quedara. Ocho años después, así se relató en una información legal.
“Cuando se reconosció el armada del Turco, en la dicha batalla naval, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y el dicho capitán... y otros muchos amigos suyos le dijeron que, pues estaba enfermo y con calentura, que estuviese quedo abajo en la cámara de la galera; y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían de él, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su rey, que no meterse so cubierta, y que con su salud... Y peleó como valente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla en el lugar del esquife, como su capitán lo mandó y le dio orden, con otros soldados”.
Así, Cervantes simplemente combatió como cualquier otro soldado. Sin embargo, por muchas ganas que tuviese, eso no lo hacía invulnerable. Y en el fragor de combate recibió el impacto de unas balas de arcabuz, un arma de fuego antecesora de los fusiles modernos. “De la dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de que quedó estropeado de la dicha mano”, reseña el citado testimonio. Fue su mano izquierda la que -según National Geographic- resultó anquilosada a causa de un trozo de plomo que le seccionó un nervio.

Con los años, Cervantes sería conocido con el mote de “El manco de Lepanto”. De acuerdo a la definición de la RAE; la condición de manco es “que ha perdido un brazo o una mano, o el uso de cualquiera de estos miembros”. Esto último es lo que le ocurrió al hispano, pues, si bien su mano no fue amputada, sí le quedó inutilizada.
Aún así, Cervantes Saavedra, continuó en las filas militares y posteriormente participó en otras acciones, como en 1572 cuando intervino en Modón y Navarino, en Grecia; en 1573 luchó con los tercios viejos en Túnez, y en 1574 después sirvió en Génova, Cerdeña, Nápoles y Palermo. En 1575 ya extrañaba España, de donde había salido en 1569 huyendo de una orden de encarcelamiento en su contra. Con una carta de recomendación del mismísimo Juan de Austria embarcó con su hermano rumbo a la Madre Patria, pero el barco fue capturado por piratas argelinos, quienes lo mantuvieron como cautivo por cinco años en Argel. Solo tras el pago de un rescate pudo zafar de la cárcel.
Tras esas experiencias, dejó las armas y comenzó a dedicarse a la literatura, amén de las lecturas que devoró durante su viaje en Italia. En 1582 se estrenó como dramaturgo con Los baños de Argel, inspirada en sus propias vivencias como prisionero; luego, en 1585, publicó su primera novela, La Galatea, pero el premio gordo lo obtuvo en 1605 -ya con 58 años- cuando publicó la obra que le daría el pasaje a la inmortalidad, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Pero esa es otra historia.
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