Culto

Daniel Saldaña París: “La izquierda de los 70 y la masculinidad sólo ornamentalmente difería de la derecha”

El autor de Los nombres de mi padre explica que su novela impugna la falta de desmontaje del patriarcado y la homofobia en la generación revolucionaria. El escritor busca "reescribir la historia un poco" para inventarse un origen más amable y criticar a una militancia que consideraba la libertad sexual una "frivolidad".

Daniel Saldaña París: “La izquierda de los 70 y la masculinidad sólo ornamentalmente difería de la derecha” Crédito: Fondation Jan Michalski, Tonatiuh Ambrosetti

En su lecho de enferma, la madre de Camilo le comenta que en Nueva York podría encontrar los vestigios de quien fue su padre biológico, un tal Miguel Carnero. Para ello debe encontrar a su hermanastra, Ángela. “Habla con ella”, le dice. Aunque en una primera capa la premisa recuerda a Pedro Páramo, lo cierto es que Daniel Saldaña París (41) le huye como la peste a la comparación. Si bien el protagonista de su nueva novela Los nombres de mi padre (Anagrama), busca a su progenitor en el pasado, lo que encuentra al final es un mosaico, no una certeza. Por eso, asegura, a Culto, su libro dialoga solo “parcialmente” con el clásico de Juan Rulfo.

“En Pedro Páramo, como en buena parte de esa tradición, se trata de la búsqueda del padre ausente. En mi novela, y eso es algo que quería indicar desde el título, se trata de la búsqueda del padre múltiple. El seminario de Jacques Lacan De los nombres del padre, del que solo impartió una clase, me dio una pista para pensar la relación con el padre no desde el binomio de ausencia/presencia, sino desde el exceso del imaginario, de lo múltiple, de la incertidumbre del vínculo”, comenta.

Así, mientras acompaña a su madre enferma, Camilo emprende un viaje detectivesco hacia un pasado familiar, pero que también se entronca con el México de fines de los 60 e inicios de los 70. Ese de los sueños revolucionarios, el del movimiento del 68, el de los estudiantes masacrados en Tlatelolco y en el “Halconazo” de 1971. Se encontrará con la tirante relación de las minorías sexuales en el seno de la izquierda, y cómo su padre arquitecto tenía una dimensión crítica del urbanismo.

Daniel Saldaña. Foto: Ángel Valenzuela.

De este modo, Saldaña firma una novela sólida, ágil y que atrapa desde el inicio al lector. Se trata de uno de los autores mexicanos más destacados de su generación. En 2014, la revista Sada y el Bombón lo consideró como uno de los autores más importantes de la literatura mexicana contemporánea junto a nombres como Valeria Luiselli o Fernanda Melchor. Asimismo, en 2021 fue finalista del Premio Herralde con su novela El baile y el incendio. Saldaña se inició en la poesía, y entre sus referentes en el género lírico ha reconocido, por ejemplo, a Raúl Zurita.

¿Cómo surgió esta novela?

De un doble impulso: en el orden de las ideas, surgió de una exploración sobre las ciudades latinoamericanas, sobre la ciudad como horizonte de la política, sobre la forma en que la ciudad marca la biografía. En el orden de las emociones, surgió de la necesidad de inventarme un origen, o de emborronar el origen propio, de usar la ficción para impugnar el origen y hacerlo mitad imaginario.

Los padres de Camilo forman parte de una generación con utopías sociales que terminaron en represión. ¿Por qué era importante situar esta búsqueda en el eco de los años setenta y cómo se relaciona ese fracaso utópico con el presente del protagonista?

Mis padres, aunque más jóvenes que los de Camilo, pertenecieron al final de esa generación y fueron muy políticamente activos en su juventud. Siempre me he relacionado con esas historias desde un lugar de admiración, pero también de extrañeza, pues pertenecen a un pasado que me cuesta trabajo imaginar. La novela fue un esfuerzo por imaginarlo en toda su complejidad y, sobre todo, en su entramado emocional, más allá de los ideales.

Abordas el discurso de la izquierda de los 70 frente a la libertad sexual y a una identidad masculina donde más bien relevaban una visión heroica de la revolución. ¿Te parece que la izquierda latinoamericana de esos años trataba estos temas como tabú?

Me parece que no hubo un desmontaje de las relaciones de dominación patriarcales y de la homofobia en esa generación de la izquierda latinoamericana. El modelo de masculinidad de la izquierda de los setenta difería del modelo de la derecha sólo ornamentalmente. En la novela quise impugnar esa falta reescribiendo la historia un poco. Como persona bisexual, esa reescritura es mi manera de inventarme un origen más amable.

¿Consideras tu novela como una forma de ajustar cuentas con la miopía ideológica de esa generación que, mientras luchaba por la libertad de clases, condenaba o ignoraba la libertad sexual?

Sí, totalmente. No hay homenaje que no esté envenenado. El mío es un homenaje que esconde ese reproche. Pero también puedo hacer ese reproche porque existe una tradición diferente, que no tuvo esa miopía, y que pasa por figuras como Lemebel, Puig y Monsiváis, en América Latina, o Pasolini en Italia.

¿Cómo crees que la novela desmantela la idea de que la sexualidad disidente era un signo de “frivolidad” o un obstáculo para la “seriedad” de la militancia revolucionaria?

En los últimos años he estado leyendo y pensando mucho sobre los finales en literatura. Qué significa cerrar una obra de ficción y por qué hemos abandonado un modelo de final que jugaba a subrayar el artificio en vez de a disolverlo. A veces creo que un final abierto es más fiel a la realidad, porque en la realidad no se acaban las cosas, y otras veces creo que un final con revelación y peso narrativo satisface más esa parte de nuestra configuración sensible que quiere articular el tiempo en etapas discontinuas. Con Los nombres de mi padre quise usar el final como clave para que las lectoras y los lectores lean el conjunto, retrospectivamente, bajo otra luz. Y ese final tiene que ver, precisamente, con la vida sexual y afectiva de los personajes. Al mismo tiempo, es un final revelado que sólo ocurre en un diálogo, en el orden del discurso, es como una ficción dentro de la ficción misma.

Daniel Saldaña. © Andrea Tejeda. Andrea Tejeda Korkowski

Los nombres de mi padre da voz a una historia personal en la que el contexto político es definitorio. ¿Qué vacío cree que viene a llenar la literatura, cuando la historiografía oficial o los relatos periodísticos se quedan cortos al narrar las heridas de una época?

Creo que la literatura, además de trabajar con ideas, trabaja con sensaciones, es decir con el cuerpo. Como el teatro, es una forma de ponerle cuerpo a algo que, para la historia o el periodismo suele quedarse en un plano intelectual. Por eso me importaba trabajar mucho con colores y sonidos: el protagonista intenta definir los colores que ve todo el tiempo, y hay una descripción morosa y hasta neurótica de las voces, las risas, los mensajes de audio. Los lectores no tienen que conectar ideológicamente con los personajes, pero pueden conectarse sensorialmente y eso abre la puerta de una comprensión más directa —quiero pensar.

La novela explora las “utopías deshechas”. ¿Crees que la responsabilidad del silencio sobre el pasado político recae más en la desilusión de los militantes o en la represión activa del Estado que hizo el recuerdo demasiado peligroso?

Creo que en ambas cosas. En México no hubo un trabajo serio de discutir públicamente los efectos de la “guerra sucia”, aunque hubo comisiones y desclasificación de documentos. Mi sensación es que todo el mundo quiso pasar página.

Miguel Carnero es arquitecto y tiene una visión crítica de los diseños urbanos modernos. Camilo ve una conexión entre el diseño y la represión. ¿Cómo desarrollaste esta metáfora de la arquitectura como estructura de vida (o de control) en la novela?

Siempre me ha interesado esa dimensión política del urbanismo, creo que desde mis lecturas del situacionismo francés en la licenciatura. Siempre me llamó la atención que un lugar como Tlatelolco haya sido escenario de al menos tres de las mayores tragedias sobre las que se funda la identidad de la Ciudad de México: una de las mayores derrotas de Cortés durante la conquista, la matanza estudiantil del 68 y el derrumbe de un edificio habitacional en el terremoto del 85, en el que además murió el mayor cantautor chilango: Rockdrigo González. Creo que es un espacio con una resonancia política fuerte, pero también con una resonancia psicogeográfica. Por otro lado, yo crecí en algo que se parece a un suburbio del sur de la Ciudad de México, y mi papá creció en algo que se parece a un suburbio del norte de la Ciudad de México. Me interesa escribir sobre esos espacios porque no los veo mucho en la literatura de la ciudad. En general aparecen siempre la Roma, la Juárez, el Centro, el tour Bolaño, o bien las periferias contrastadas, los barrios bravos. Pero el suburbio aspiracional y clasemediero no le interesa a casi nadie. Nadie quiere hablar de esos lugares; no son sexis. Tampoco los setenta son particularmente sexis ni frecuentados. Un poco me propuse hablar de muchas cosas que no están de moda y tratar de inyectarlas de libido.

En tu novela, Camilo hace un viaje no sólo físico, desde el México actual a un Estados Unidos perseguidor de inmigrantes, sino también temporal, del siglo XXI a la revolucionaria década latinoamericana de los setenta, ¿Cómo crees que ve ese proceso histórico y político la generación de hoy?

No lo he pensado mucho, la verdad, así que lo que sigue es pura especulación y opinión no muy estudiada. Pero mi sensación es que no leemos suficiente historia. Creo que tener una conciencia de la historicidad de las luchas actuales y encontrarles un linaje es parte de la labor intelectual por hacer. La derecha tiene mucho más claro su vínculo con el pasado, aunque sea un pasado falseado e instrumental. En la izquierda todo el mundo quiere desmarcarse de las luchas precedentes. Y a lo mejor no hace falta matar al padre cada vez. A lo mejor basta con travestirlo.

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