Culto

El gordo del avión: un relato de Jaime Bayly

¿Cómo es posible que la aerolínea deje entrar a un gordo tan gordo que no cabe en su asiento y se desborda sobre el asiento vecino? Si hay límites de peso en las maletas, ¿no debería haberlos también en los pasajeros? Pero, además: ¿cómo puede dar la bienvenida a un viajero que apesta de un modo tan horrible, agrediendo a quienes viajan cerca de él? ¿Tiene derecho un gordo colosal y pestilente a viajar en un avión, torturando a los demás?

El gordo del avión: un relato de Jaime Bayly

Era un domingo a mediodía en Los Ángeles. Un sol tibio hacía justicia, despejando el aire viciado de las revueltas callejeras. Mi esposa estaba triste porque nos marchábamos de esa ciudad que tanto amaba.

-Volveremos el próximo verano -la alenté.

Lo que a ella le gustaba de esa ciudad era el clima templado del verano, el gimnasio y la piscina del hotel, un particular restaurante italiano y, sobre todo, irse sola a caminar allá arriba, por las colinas, los senderos arenosos donde cierta gente recia que no temía exponerse al sol sacaba a pasear a sus perros.

-En mi próxima vida seré una cuidadora de perros y viviré en Los Ángeles -me decía de vez en cuando, cuando volvía de sus largas caminatas, bañada en sudor.

Nos dirigíamos al aeropuerto, una vez más. Mi vida itinerante podía resumirse así: hacer deprisa una maleta rodante y correr al aeropuerto. Esta vez, sin embargo, no llevábamos prisa. Teníamos tiempo de sobra. El vuelo a Miami debía salir a las tres de la tarde hora local.

-Vuelo demorado -anunció mi esposa, mirando su celular-. Saldrá a las tres y media.

-No pasa nada -dije-. Media hora no es nada.

Llegando a la terminal cinco de un aeropuerto famoso por sus congestiones vehiculares y por la creciente dificultad para encontrar un taxi, caminamos brevemente y una señora atribulada, en uniforme, al otro lado del mostrador de la aerolínea, nos dio la mala noticia:

-El vuelo está demorado. Saldrá a las cinco de la tarde.

Mi hija de catorce años rompió a llorar. Mi esposa la abrazó y consoló. ¿Qué podíamos hacer? Nada. Éramos rehenes de la aerolínea. Tocaba hacer acopio de paciencia, virtud que no adornaba mi carácter. Pedí que un carrito de golf nos llevase hasta el salón ejecutivo porque nuestras maletas de mano eran muy pesadas y nuestro ánimo había menguado. Allí nos refugiamos, dispuestos a esperar tres horas. Mi hija y yo corrimos a tomar coca colas con hielo. Cuando estamos en una crisis de nervios, esa bebida nos devuelve la confianza en nosotros, la fe en el futuro.

La fe en el futuro consistía en esperar desde la una hasta las cuatro de la tarde, cómodamente repantigados en los sillones de aquel salón. Yo leía una novela escrita por un amigo. Como suele ocurrirme cuando leo un buen libro, había perdido la noción del tiempo, no estaba atento al reloj. Recordé que siempre hay que viajar con un buen libro. En caso de vuelos demorados o cancelados, es el mejor compañero de viaje.

-Vuelo nuevamente demorado -anunció mi esposa-. Saldrá a las seis.

Entramos en el avión pequeño e incómodo a las cinco y media de la tarde. Por fortuna, nos acomodamos en la primera fila. Poco después, apareció en la cabina de la aeronave un hombre gordo, muy gordo, el gordo más gordo que había visto en mi vida. Ya mayor, en sus setenta, pelo canoso, barba también canosa, su mórbida obesidad era tan descomunal que a duras penas podía caminar. Al pasar a mi lado, noté que el gordo olía realmente mal. Para mala suerte de mi esposa y mi hija, el gigantesco pasajero depositó sus voluminosas posaderas en la segunda fila, ventana, precisamente detrás de ellas, las mujeres de mi vida.

Entonces comenzó lo malo, todo lo malo.

El gordo apestaba tanto que mi esposa y mi hija me miraban, desesperadas, tratando de huir de aquella trampa. El pasajero sentado al lado del gordo se puso de pie y pidió que lo cambiaran de asiento, pero la azafata le dijo que tal cosa no era posible porque el vuelo estaba lleno. Mi esposa me miró, angustiada. No le ofrecí cambiar de asiento, no fui un caballero. La pestilencia del gordo era feroz, inhumana. No apestaba a suciedad. Hedía como hieden los cuerpos humanos cuando están pudriéndose, en descomposición. Por lo visto, el gordo estaba muriéndose allí mismo, en el avión, y se encontraba más muerto que vivo, y las zonas muertas de su cuerpo se corrompían, despidiendo aquellos olores insanos.

Mi esposa es una persona dotada de una habilidad natural para resolver los problemas. Se puso de pie, sacó un perfume de su bolso y, sin dejarse intimidar por el gordo hediondo, roció masivamente la primera fila con su perfume. Entretanto, yo pensaba:

-¿Cómo es posible que la aerolínea deje entrar a un gordo tan gordo que no cabe en su asiento y se desborda sobre el asiento vecino? Si hay límites de peso en las maletas, ¿no debería haberlos también en los pasajeros? Pero, además: ¿cómo puede dar la bienvenida a un viajero que apesta de un modo tan horrible, agrediendo a quienes viajan cerca de él? ¿Tiene derecho un gordo colosal y pestilente a viajar en un avión, torturando a los demás?

Mi esposa tuvo la buena idea de sacar mascarillas. Tan juiciosa ella, las tenía en su bolso, por las dudas. Nos pusimos los tapabocas de tela, como en la pandemia, y conseguimos protegernos siquiera parcialmente de la fetidez del gordo canoso, todo vestido de negro, la boca abierta, todo el tiempo abierta, respirando ruidosamente, con dificultad, como si estuviera muriéndose en la segunda fila de una clase ejecutiva que había convertido en sentina.

-La peste le sale por la boca -me susurró mi esposa al oído.

Cuando el gordo iba al baño, a duras penas podía ponerse en pie. Al pasar a mi lado, dejaba una estela de pavorosa hediondez, un tufo innoble y gaseoso de carnes putrefactas. Luego se encerraba en el baño un rato sospechosamente largo. Nadie se atrevía a meterse en el lavabo después de él. Volvía a su asiento y era tan desmesuradamente obeso, el culo más grande que había visto en mi vida, que, al sentarse, quedaba atrapado, como de perfil, una parte de su bola de grasa sobre el asiento, la otra parte de su tejido adiposo fuera del asiento. Yo no me atrevía a mirarlo tan siquiera. Me parecía que ese gordo era un emisario de la muerte, un agente del demonio, el diablo mismo. Pensaba:

-El diablo no es rojizo ni tiene cola. El diablo es este gordo inhumano. Todo lo malo que hay en el mundo está encarnado en él.

Tuvimos que quitarnos las mascarillas para comer. Fue un suplicio. Yo sentía que comía el pollo del avión y, de paso, el aire del gordo satánico. Fueron cinco horas de vuelo de costa a costa, probablemente el peor vuelo de nuestras vidas. Cuando por fin aterrizamos en Miami, y salimos del avión caminando a toda prisa, alejándonos del gordo, mi hija me dijo:

-Nunca más vuelvo a viajar.

Tenía razón. El viaje había sido una pesadilla. Los olores pestilentes del gordo seguían impregnados en nuestra ropa, nuestro pelo. Necesitábamos darnos una ducha larga, tan pronto como llegásemos a casa. Mientras conducía la camioneta rumbo a la isla, dos de la mañana hora local, escuché que mi esposa me decía:

-Mi amor, he quedado traumada.

-Yo también -le dije.

-Tienes que hacer ejercicio -me dijo.

-Salgo a caminar los fines de semana -me defendí.

-Pero no sudas -dijo ella-. Tienes que sudar.

Me quedé en silencio. Luego pregunté, ofuscado:

-¿Me estás diciendo que, si no sudo, terminaré como el gordo del avión? ¿Me estás diciendo que me parezco al gordo del avión?

-No -me calmó ella-. Nunca serás tan gordo.

-No seas mala -dije-. No me compares con esa ballena.

-No es un problema estético -insistió mi esposa-. Es un problema de salud. Si no sudas, las cosas se van pudriendo allí adentro.

-No tengo tiempo para ir al gimnasio -dije.

-Voy a montar un gimnasio en la casa -dijo mi esposa.

En verdad, los tres estábamos traumados por culpa del gordo. Mi hija dijo que no tomaría más coca colas. Mi esposa, que ya tomaba clases de gimnasia y de karate, se inscribió en clases de Pilates y de yoga. A mí me compró una cinta para caminar o correr en la casa.

-Tienes que sudar -me pidió-. Tienes que bajar de peso. Te vas a sentir mejor.

Tenía razón. Solamente pensar en el gordo del avión, recordar sus dimensiones grotescas, repugnantes, temer un final así de patético, me llevó a subirme a la cinta, guiado noblemente por mi esposa.

Caminé deprisa cuarenta minutos. Quemé ciento treinta calorías. Sudé un poco. Mañana caminaré más rápido y tal vez me atreveré a hacerlo con la cinta levemente empinada, para agitarme y transpirar copiosamente. ¿Será posible bajar diez kilos y volver a ser el hombre delgado que era cuando tenía cuarenta años? Tiene que ser posible. Si pienso en el gordo del avión, tiene que ser posible.

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