Herido de amor: un cuento de Jaime Bayly

UNO
Escribo estas líneas en un vuelo a Nueva York. Viajo con mi esposa y nuestra hija adolescente. Nos hemos reconciliado, después de una pelea inesperada, la peor que hemos tenido desde que nos casamos hace casi quince años. Juega a mi favor que mi esposa sea escritora. Ella comprende mejor que nadie las cosas que escribo. Sabe que un escritor cobarde, pusilánime, es un artista lisiado. Con notable coraje, ha publicado una novela sobre la profesora de la que se enamoró en un colegio alemán, y otra novela sobre el surfista del que se enamoró a la precoz edad de catorce años, y una más sobre el año fatal en que me emboscó una depresión que casi me cuesta la vida. En eso nos parecemos ella y yo: contamos, con cierto impudor, las historias que más fuertemente nos han marcado, las que según los puritanos no deberíamos contar, las que nos han sacudido con la fuerza de un huracán. Nuestros textos son entonces vuelos suicidas, kamikazes. No escribimos para quedar bien. Escribimos para quedar mal, humanamente mal. Las novelas son autorretratos que no aspiran a embellecernos, sino a exhibir nuestras miserias, nuestros rasgos más grotescos.
Cuando publiqué mi primera novela, hace más de treinta años, mis padres, mis hermanos y dos de mis tíos me dijeron: No podrás volver a este país, nadie te dará un trabajo en la televisión, serás un paria, un apestado. Mi suegra, que en paz descanse, me dijo: Morirás de sida, tirado en la calle, como un perro. Por lo visto, estaban equivocados. He vuelto al país en que nací y me han tratado siempre con cariño y simpatía, unas corrientes de afecto que parecen crecer con el tiempo. Llevo más de cuarenta años fatigando mi palabra incendiaria en las televisiones americanas. He publicado muchas novelas y no todas han fracasado. La última, o la más reciente, conoció un éxito insospechado en España y América. Quiere decir entonces que usar mi propia vida como combustible para encender la hoguera sagrada del arte no acabó por incendiarme, como vaticinaban mis queridos parientes. Chamuscó, sí, mi reputación, pero, al quedar reducido a cenizas ese dudoso honor, me liberé de un lastre pesado y pude escribir entonces lo que me salía de las entrañas y los cojones.
No guardo rencor a quienes me hicieron la guerra para disuadirme de ser un escritor. No aspiro a vengarme de quienes me pedían escribir libros bonitos, con personajes nobles, sentimientos puros, incontaminados, y episodios felices, luminosos. Los comprendo. No veían en mis desmanes literarios el mínimo valor de la tentativa artística, el esfuerzo por encender la hoguera sagrada del arte. Tenían una mirada religiosa, moralista. Desde los prejuicios que imponen las religiones, padecían de ceguera o de miopía, no podían ver el arte, o el esfuerzo por rozar el arte. Por eso mi madre, supernumeraria de una cofradía, me amonestaba con cariño: Tus libros son basuras, desperdicios, aprende a escribir libros bonitos. La mirada religiosa, que aspira a la peligrosa utopía de la pureza moral, reñía entonces con la creación artística, que se nutre de las impurezas morales, de los conflictos sentimentales, de los fracasos y las derrotas y las rendiciones deshonrosas a que nos obliga la vida misma.
Sin embargo, el grave peligro que encierra la determinación de escribir cuentos y novelas inspirados en la vida de su autor es que los aludidos, es decir las personas reales que han dado lugar a los personajes ficticios, se sientan expuestos, traicionados. Cuántas veces me han dicho con amargura: no tenías derecho a revelar nuestros secretos, esos secretos eran míos, no tuyos. Cuántas veces me han reprochado: has invadido mi privacidad, has asaltado mi intimidad, me has chupado la sangre como un vampiro. Cuántas veces me han reclamado: eres un mentiroso, las cosas no ocurrieron como las has contado. Cuántas veces me han insultado y amenazado con darme una paliza o entablarme un juicio por atreverme a escribir unas historias que se parecían demasiado a la vida misma, por crear personajes con una densidad humana más o menos creíble, por tramar unos diálogos afiebrados que recogiesen todas las voces, incluso las más procaces.
Acorralado, contra las cuerdas, sabiendo que no sería capaz de sofocar el odio en llamas de mis acusadores, me he defendido con el argumento del pintor. No puedes reprocharle al pintor que se haga un autorretrato más. No puedes decirle: Pero por qué te has afeado, si en realidad no eres tan feo. No puedes recriminarle que pinte a sus mujeres, a sus hijas, a sus amantes. No puedes echarle en cara que pinte a sus enemigos y a sus amigos. Luego esas mujeres, esas hijas, esas amantes pueden enojarse y decir que el pintor les ha hecho unos retratos horribles, mezquinos, que no les hacen justicia: ¡si de verdad me quisiera, no me habría pintado así, tan fea! Pueden incluso alegar, sin entender la naturaleza insolente, depredadora del arte, que, como esos cuadros están inspirados en ellas, esos rostros son entonces sus rostros, y esos cuerpos son entonces sus cuerpos, y el pintor no tenía derecho de apropiarse de ellas para encender la hoguera sagrada del arte, para convertir todas las impurezas del tráfico sentimental que ha vivido con ellas en unos cuadros que, con suerte, si son obras de arte, sobrevivirán al pintor y a las musas que lo inspiraron. Pasan los humanos, pasan los escándalos, perdura el arte. Pasan los escritores y los pintores, pasan los aludidos, perduran, si acaso, los libros y los cuadros.
No hace mucho me permití escribir un relato recreando, desde las licencias de la ficción, una pelea con mi esposa en la noche misma de su cumpleaños. No pocos lectores se escandalizaron y me reprocharon que tuviese el impudor de contar las miserias de mi vida conyugal. Sin embargo, había una sola opinión que de veras me importaba, y era la de mi esposa. Ella me dijo que el relato le había gustado, que estaba orgullosa de mí. No se molestó, me felicitó. Por eso estoy con ella.
DOS
Hemos llegado a Nueva York. Como era previsible, hemos dormido mal, perturbados por el eco incesante de las sirenas y los ruidos metálicos de las construcciones cercanas que no se detienen de madrugada. Asistiremos a una fiesta familiar. Me sorprende que nos hayan invitado. Como soy bipolar, un trastorno que no tiene cura, después de pelear con mi esposa cancelé los viajes familiares a Buenos Aires en verano y a París en primavera. Enojado, rencoroso, acaso despechado, impuse un límite de gastos a su tarjeta de crédito. Sin embargo, ahora que nos hemos reconciliado, me he arrepentido. Es el problema de ser bipolar maníaco depresivo: soy una persona atrabiliaria cuando me enfado, y otra bien distinta cuando estoy contento, en paz con el mundo. Por eso, sin que mi esposa se entere, he eliminado el límite que fijé en su tarjeta. También he tratado de rehacer las reservas que cancelé en aviones y hoteles, pero no ha sido fácil porque las tarifas son ahora más caras. El precio que debo pagar entonces por ser un hombre bipolar, errático, que va y viene, que ama y odia en una misma semana, que envejece dando patéticos zigzags, es que reconstruir lo que has destruido en un momento colérico, iracundo, acaba siendo costoso, además de vergonzoso para uno mismo.
TRES
Nueva York es una ciudad peligrosa para mí. Me ha emboscado con pasiones inconvenientes a lo largo de mi vida. Todavía viven en mi memoria, como unos cuadros que no acabé de pintar, ciertos rostros, ciertos cuerpos, ciertas sonrisas que turbaron mi espíritu en esta ciudad. Esta vez me ha vuelto a sorprender. Mientras yo dormía, mi esposa salió a comprar vestidos para la fiesta familiar. Después de cenar, dijo que quería probárselos para elegir cuál se pondría. Se probó tres, todos negros. El último me gustó más, tanto que se lo quité con premura. Me había prometido no hacer el amor con ella hasta el último día del año. No fue posible cumplir la promesa. Una vez más, Nueva York me dejó herido de amor.
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