
La mala racha: un relato de Jaime Bayly
Debí suponer que los días venían torcidos cuando el jefe del canal de televisión donde trabajo hace veinte años me comunicó que este mes me pagaría la mitad. El mes está por terminar y todavía no me ha pagado.

Debí suponer que los días venían torcidos cuando el jefe del canal de televisión donde trabajo hace veinte años me comunicó que este mes me pagaría la mitad. El mes está por terminar y todavía no me ha pagado.
Debí sospechar que los dioses del azar me habían dado la espalda cuando encendí la camioneta para dirigirme al canal y una pestilencia de animal muerto, en descomposición, salió de los ductos del aire acondicionado, asqueándome la noche.
Debí advertir que se me venía encima una mala racha de olas bravas cuando encontré al pequeño gato muerto.
Tonto y despistado, mimado y distraído, bobo y ensimismado, no supe percatarme a tiempo de que las desgracias y desventuras se habían ensañado conmigo.
Todas las tardes, hacia las siete, aún de día, llego al canal tras manejar una hora por autopistas más o menos congestionadas. Frente a la televisora, en la calle misma, escondidos debajo de los autos para protegerse del calor, me esperan unos gatos abandonados a su suerte, a los que doy de comer latas de atún.
Hace pocas semanas, aparecieron de pronto dos gatos recién nacidos: uno negro azabache, con los ojos bien negros, y la otra negra con manchas blancas. Parecían hermanos, eran inseparables. Les di de comer y empezaron a confiar en mí. Dejaba la lata de atún, me retiraba y se acercaban a comer. Me pregunté si debía recogerlos, llevarlos a casa. Pero en casa ya teníamos dos gatos, no era entonces una decisión sencilla llevar dos más. Lo hablé con mi esposa y me dijo esperemos.
La otra tarde llegué al parqueo del canal y el pequeño gato negro, el de los ojos bien negros, estaba tendido más allá, inmóvil, lejos de la pandilla. Pensé que dormía. Después de alimentar a los demás, me acerqué a él, lo llamé y lo tenté con una lata de atún. No se movió. Estaba muerto. Tan pequeño, tan cachorro, tan minino, y ya muerto. Apenas vivió unas semanas. No supe por qué había muerto. Su hermana, la gata pequeña, se mantuvo lejos del cadáver. Quedé consternado. No pude recoger el cuerpo sin vida. Tenía que entrar al estudio para hacer mi programa. Al salir a medianoche, el gato muerto seguía allí. No pude enterrarlo. Me sentí desolado. Me culpé por no haberlo llevado a casa, salvándole la vida. Lloré rabiosamente.
Al llegar a casa, le conté la desgracia a mi esposa y dije que debíamos rescatar a la hermana del gato muerto. Ella estuvo de acuerdo. Habló con mujeres expertas en atrapar gatos callejeros, una de ellas la señora que nos había traído a los dos gatos recién nacidos, recogidos en la calle, que ahora vivían con nosotros. Mi esposa acordó una cita con dos mujeres que se encontrarían conmigo en las afueras del canal, atraparían a la hermana pequeña del gato muerto y la subirían a mi camioneta para que yo la llevara a casa.
La noche pactada, yo esperándolas rodeado de los gatos, incluyendo a la gata pequeña que habría de ser capturada, las dos mujeres llegaron media hora tarde. Yo estaba de pie, una noche de luna llena, y les hablaba a los gatos, y ellos se acercaban a mí y se sobaban en mis piernas, como pidiéndome que dejase de hablarles y les diese de comer. Pero no podía darles de comer porque la orden era que recién lo hiciera cuando llegasen las expertas.
Eran dos mujeres jóvenes, bastante obesas, que hablaban en inglés. No se disculparon por llegar tarde, no me reconocieron. Les señalé a la pequeña gata que debían atrapar. Sacaron una jaula, depositaron la lata de comida dentro de ella y la pusieron cerca de la gata, que se asustó y retiró. Entretanto, yo alimenté a la colonia de gatos, para distraerlos. Pensé que la gata pequeña no entraría a la jaula. Me equivoqué. Tardó dos o tres minutos en entrar. De inmediato, las mujeres jalaron una cuerda y dejaron caer la puerta de la jaula. La gata quedó atrapada, prisionera, enjaulada. Empezó a retorcerse de angustia, dar saltos, golpearse con las barras metálicas, buscando una salida. Los gatos en libertad comprendieron que se hallaban en peligro y escaparon.
Lo que ocurrió enseguida me pareció inverosímil. Sin prisa, sin compadecerse del sufrimiento de la gata capturada, las dos mujeres de aire abúlico llevaron la jaula al asiento trasero de mi camioneta. Estaban tan gordas que les costó trabajo acomodarse, junto con la jaula de la gata que seguía golpeándose, desesperada. Entonces, al tratar de pasar a la gata de su jaula a una cajuela más pequeña que me había dado mi esposa, las mujeres se descuidaron y la pequeña gata dio un salto, escapó de ellas y trepó al tablero delantero de la camioneta, procurando escapar, buscando una salida. Normalmente, las ventanas delanteras hubieran estado cerradas. Pero aquella noche, al salir de casa, prendí la camioneta y una exhalación fétida, insoportable, repugnante, salió por los ductos del aire acondicionado. Con seguridad había un animal muerto allí adentro. Apestaba tanto que tuve que apagar el aire y conducir hasta el canal con las ventanas abiertas. Por eso las ventanas estaban abiertas: porque la muerte de un intruso en mi camioneta me había obligado a bajarlas para respirar un aire menos hediondo.
Gracias a la desventura de que había un cuerpo sin vida apestando entre los tubos de mi auto, y a que las ventanas estaban abiertas, la pequeña gata, tras escapar con astucia y agilidad de la jaula, dio un salto espectacular por la ventana abierta y huyó hacia su libertad, entre la penumbra de aquella calle afantasmada. Su cautiverio había durado breves minutos. A pesar de ser una cría con pocas semanas de vida, la gata había demostrado una abrumadora superioridad intelectual sobre sus captoras y sobre mí, y por eso ahora estaba libre y bien escondida.
Después de decirles a las mujeres que eran unas ineptas, les pagué y me marché conduciendo a toda prisa, temblando y llorando, pues fue un espectáculo terrible ver a la gata enjaulada, golpeándose, desesperada por ser libre. Me prometí que nunca más me prestaría a engañarla para meterla en una jaula. No la llevaré a casa, pensé. Era el destino, su destino, me dije. Su vida está acá, con su pandilla de gatos, y debo respetar su libertad, me resigné, llorando. Esa noche me metí en la cama sin comer nada y sin despedirme de mi esposa. Estaba horrorizado de mi torpeza y mi ineptitud.
Los días siguientes, la colonia de gatos siguió confiando en mí, salvo la pequeña gata, que se mantuvo distante, asustada, desconfiada. Era comprensible que me viera como un embustero, un tramposo. Sin embargo, los días posteriores pareció haberme perdonado, porque volvió a acercarse para comer. Quise salvarla de los peligros de la vida callejera, quise darle una existencia más segura y confortable, pero fracasé, y fue un fracaso doloroso.
Ganando apenas la mitad en mi trabajo, y sin poder manejar la camioneta porque el soplo del aire seguía apestando, y avergonzado de mí mismo por el horrible trance que le hice pasar a la gata huidiza, ocurrieron, por si fuera poco, otros infortunios que vinieron a confirmar que los días se habían torcido y me había caído encima una mala racha de olas bravas. De pronto se estropeó el inodoro de uno de los baños y se manchó la alfombra nueva que habían instalado hacía dos semanas. Al día siguiente, el motor de la piscina dejó de funcionar. Como las desgracias no llegan solas, también el aire acondicionado de la cocina se echó a perder.
Los últimos días han sido entonces un desfile incesante y odioso de técnicos, operarios, espontáneos y ganapanes que llegan temprano a casa, hacen ruido y me despiertan: los de la alfombra, los de la piscina, los del aire acondicionado. Menos mal tengo plata para pagarles a todos, pensé. La vida es una jodida máquina de fabricar problemas todos los días, me lamenté. Les prometí buenas propinas si resolvían los entuertos, me encerré en mi estudio y traté de escribir con los audífonos puestos. Pero, por supuesto, no pude escribir.
Al final, el jardinero encontró al animal muerto en los tubos del aire acondicionado de la camioneta. Era una rata, una rata negra y petrificada, una rata helada con los ojos bien abiertos. Me recordó al pequeño gato muerto en las afueras del canal, también exánime, los ojos abiertos y asustados, despidiéndose, pobre, de una vida breve y desdichada. Y ver a esa rata muerta, que no tenía la culpa de ser una miserable rata hambrienta, pues ella no eligió ser rata y no gata, me dejó rabiosamente triste, pensando en que la desdicha y la fatalidad me rodeaban por todas partes.
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