
Lluvia de 10 horas, aluviones y los presos trabajando en el Mapocho: el temporal que arrasó Santiago hace dos siglos
La lluvia torrencial ha sido parte del entorno de la capital desde su origen, generando problemas mayores. En 1827, una lluvia torrencial de 10 horas generó la crecida del río Mapocho, cortando la conexión con la Chimba y dejando miles de aislados y cuantiosas pérdidas en las cosechas. Esta es la historia de un desastre.

No solo el hambre, las enfermedades y los ataques constantes de los indios acorralaron a los primeros europeos que se animaron a explorar el territorio chileno. La naturaleza presentó un formidable desafío con las fuertes lluvias que dejaba caer sobre el valle central de Chile y la ciudad de Santiago.
El frío, las lluvias y las malas cosechas, son relatadas por los españoles en las cartas datadas de los primeros años de la conquista. Sobre estas trabajaron Maragrita Gascón y César Caviedes en su artículo Clima y sociedad en Argentina y Chile durante el periodo colonial (2012).
“Las primeras noticias de Chile son un buen ejemplo. En ellas, se comentaba que se trataba de un lugar frío: “(...) decíanle los indios (...) a este valle Anchachire, que quiere decir ‘gran frío’. Quedole al valle el nombre de Chire [sic], corrompido el vocablo le llaman Chile”.6 Como consecuencias de ese clima severo, se mencionaban otros episodios, como la multiplicación de roedores y la baja producción de cereales: “Hubo tantos ratones que no se podía defender para que no comiesen las sementeras que, aunque se sembró harto trigo y nada, no se cogía la semilla, y nos roían los vestidos (...)”, detallan.

De allí que las lluvias copiosas se volvieran parte del devenir de la pujante colonia al sur del mundo. “En el Valle Central de Chile, máximos de lluvias invernales ocurrieron en 1618 y 1619, y hubo picos persistentes hasta 1623″, detallan Gascón y Caviedes.
Incluso en el período colonial ya hay presencia de fenómenos como los de El Niño y La Niña. Es decir, los períodos de humedad y frío, alternaban con sequías. Y a tono con la época, se recurría a la ayuda sobrenatural. “En 1628 se hicieron rogativas para que lloviera, a la par que se dieron órdenes para garantizar el suministro de carne a los pobladores urbanos. Esa crisis alimenticia estaba en relación con la baja cantidad y calidad de las pasturas”, agregan.
Las torrenciales lluvias que azotaron a Chile en 1827
Las lluvias también se volvieron un problema en el Chile independiente. En sus primeros años como nación, cuando Santiago todavía conservaba la impronta de una ciudad tradicional, vivió uno de los inviernos más crudos de su historia.
Sucedió en 1827. En ese año, Ramón Freire, un héroe de la Independencia que ya había ejercido como Director Supremo, ganó las elecciones presidenciales celebradas el 13 de febrero. Pero estuvo poco tiempo en el poder; convocó a una Comisión Constituyente para redactar una nueva carta magna, tras el fracaso del experimento federal del año anterior. Apenas se constituyó la comisión, Freire renunció el 5 de mayo. El mando pasó al Vicepresidente, el general Francisco Antonio Pinto.

Apenas días después, mientras Pinto trataba como podía de manejar la tensa situación política, se desataron las primeras lluvias del invierno. Ese año, en particular fueron copiosas.
Las precipitaciones comenzaron a fines de mayo y pronto hicieron estragos en el norte chico y en el valle central. “En Copiapó las aguas bajaron por la quebrada de Paipote inundando la ciudad. El turbión arrastró barro, basuras e incluso los ranchos. En los alrededores, los terrenos agrícolas quedaron con perjuicios de consideración”, detallan Rosa Urrutia y Carlos Lanza en su libro Catastrofes en Chile 1541-1992. La situación se repitió en La Serena, y en Quillota se lamentó el desborde del río Aconcagua.
Las lluvias también provocaron daños en Valparaíso. Por entonces, el puerto principal comenzaba a desarrollar el entrepot que lo posicionó en el comercio sudamericano, décadas más tarde, pero uno de sus principales problemas, eran los constantes incendios y los temporales.

“En Valparaíso, tanto el viento, como el agua que bajó por las quebradas destruyeron una gran cantidad de viviendas, muchas personas murieron arrastradas por las mismas avalanchas y ciento cincuenta edificios de la parte céntrica quedaron semidestruídos. En el puerto, tres buques se fueron a pique con todo su cargamento", añaden Urrutia y Lanza.
Alertados por lo que sucedía en Valparaíso, la municipalidad de Santiago decidió prestar una valiosa ayuda. “En la sesión del 12 de junio de ese año, acordó asignarle dos mil pesos para las reparaciones de las obras públicas, remitiéndole de inmediato una parte de los fondos, con el objeto de que se comenzaran las obras más urgentes”, dicen Urrutia y Lanza.
Mientras los regidores celebraban la ayuda para el puerto, el caudal del río Mapocho crecía a cada hora. Las lluvias comenzaron a caer en la capital entre 28 y el 29 de mayo, generando inundaciones que se concentraron en el curso norte de la ciudad, la zona de la Chimba, en las actuales comunas de Recoleta e Independencia.
El cuerpo policial que existía por entonces, se vio obligado a trabajar en las orillas del río para intentar reencauzarlo. Pero el Mapocho es bravo. Así, se necesitaron manos. “[La inundación] obligó a la policía a efectuar trabajos con los presos, para regular el curso de las aguas”, explican los citados autores.

Pero el esfuerzo fue inútil; en los primeros días de junio, el temporal de lluvia despedazó los rudimentarios parapetos que los presos habían construido para contener al río.
Días después, la crecida amenazó a las precarias chozas y los pequeños molinos instalados en las orillas. “Estas construcciones obstaculizaron el curso de las aguas”, apuntan Urrutia y Lanza.
Lo peor estaba por venir. El 5 de junio se desató una lluviosa muy copiosa. Los testimonios y la investigación histórica establecen que las precipitaciones cayeron durante al menos 10 horas, incluso generando aluviones.
Así, el caudal del Mapocho volvió a subir, afectando sobre todo la parte de la Chimba, que quedó aislada del núcleo central de la ciudad, donde se desarrollaba la mayor actividad comercial. “Muchas personas de estos sectores debieron ser salvadas con cordeles, para evitar ser llevadas por las aguas”, escriben los mentados autores.
La parte central de la ciudad, se mantuvo a salvo gracias a los tajamares que fueron ideados por el gobernador Ambrosio O’Higgins (se construyeron entre 1792 y 1808). Pero la parte sur, donde se concentraban las zonas de chacras y cosechas, hubo pérdidas totales. “Se inundó el sector de Carrascal, Guangualí y Petorca donde se cultivaban hortalizas; se perdieron los cultivos y las chozas de los pequeños agricultores -apuntan Urrutia y Lanza-. En Renca sólo quedó en pie la iglesia. En Colina los habitantes tuvieron que subirse a los cerros para salvarse de la inundación”.

Se estima que la inundación afectó a más de mil quinientas personas, con la salvedad de la poca precisión que aún existía en la época para los registros. Como sea, el Municipio tomó medidas; se dispuso una comisión para coordinar la entrega de donaciones para alimentar y vestir a los damnificados, los que fueron alojados en las iglesias de San Pablo, San Agustín y la Recoleta Dominica.
También se ordenó al juez de policía urbana disponer una cuadrilla de presos y voluntarios para reestablecer la conexión entre el centro de Santiago y la Chimba.
Las lluvias no solo arrasaron la ciudad de Santiago. También afectaron a Rancagua y Curicó, por entonces apenas algo más que unos pueblos que aglomeraban gente en el valle central. “Los ríos Teno, Lontué y Mataquito se convirtieron en turbiones gigantescos, dañando principalmente las propiedades costeras. El estero Nilahue arrasó con miles de cabezas de ganado vacuno y lanar”.
Con el paso de los días, se reestableció en algo la normalidad y se pudo recuperar la conexión del centro de Santiago con las zonas periféricas. Pero las lluvias permanecerán como el desafío constante de la naturaleza.
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