Culto

Monja y poeta: un relato de Jaime Bayly

Mi hermana fue entonces la mujer que vivió muchas vidas: la poeta furtiva que se desmayaba en el periódico y bailaba en las fiestas conmigo; la monja de clausura que entregó su libertad para adorar a Dios; y finalmente la poeta de culto y corredora de olas que se casó, fundó una familia y volvió a escribir poesía, ahora cerca del mar. Tuvo por lo menos tres vidas extraordinarias y dejó escritos dos poemarios.

Monja y poeta: un relato de Jaime Bayly

Estos días lluviosos de septiembre, veinte días consecutivos lloviendo todos los días, mi hermana monja y poeta hubiera cumplido sesenta y tres años. No hemos podido celebrar su aniversario con ella porque murió hace tres años, meses antes de cumplir sesenta, una edad temprana para morir. No murió de causas naturales, la mató un chofer que conducía a alta velocidad, atropellándola cuando ella montaba en bicicleta.

No siendo del todo creyente, yo le rezo a mi hermana todas las noches con la certeza de que ella oye a lo lejos el eco de mis plegarias. No rezo a unos dioses, unas vírgenes, unos santos, no rezo a otros familiares difuntos, solo le rezo a mi hermana porque siento en el corazón que ella me escucha. Son las mías unas oraciones egoístas, oportunistas. Le ruego que me cuide la salud, me ilumine el camino, me regale un poco de sabiduría y humildad, que aleje de mí a las víboras, las hienas y los chacales, que me adelgace la vanidad. Le ruego asimismo que me guíe sigilosamente para ser un mejor escritor, o uno menos torpe.

Mi hermana era una escritora singularmente musical. Escribía crónicas periodísticas, apuntes de viajes, reportajes a pintores y poetas, pero su voz melodiosa se elevaba a los cielos y se hacía más rica, profunda y universal cuando escribía poesía. Publicó dos poemarios, solo dos. No le interesaban las glorias y los premios, la fama y la notoriedad, las charlas y las firmas en ferias de libros. No daba entrevistas ni salía en la televisión. Era una poeta radical, sin poses ni posturas. Había nacido poeta y aceptaba ese destino sin hacer alardes.

Yo viví muchos años cerca de mi hermana poeta y todavía no monja: los años en la casa del campo de nuestros padres, cuando ella leía unos libros que me daban pereza; los años en la casa de los abuelos, donde me refugié, escapando de mi padre, y ella vino luego a asilarse también, lo que me concedió el goce tranquilo de su compañía, tomando desayuno juntos, panes con mantequilla y mermelada, todas las mañanas a las ocho; los años en el periódico, donde mi hermana publicaba notas culturales y yo una columna política, y donde se desmayaba con frecuencia porque rara vez comía, y si comía era una zanahoria cruda; y los años en la universidad, ella estudiante de literatura, yo de leyes. Llegamos incluso a vivir juntos, a solas los dos: cuando me marché de casa de los abuelos y conseguí un apartamento, ella vino conmigo. Si bien yo quería ser un escritor, no me atrevía a decírselo en voz alta. Mi hermana quería ser poeta, y tal vez por eso me escondía sus poemas.

Nos gustaba ir a las fiestas de los amigos de la universidad y del periódico. Bailábamos juntos la noche entera, como si los demás no existieran. Ella amaba bailar. Cuando bailaba, parecía de pronto extasiada, liberada, enloquecida de felicidad, como si hubiera escapado de una jaula, y entonces sonreía poéticamente. Yo no podía ser más feliz a su lado. No faltaban, por supuesto, pretendientes que deseaban bailar con ella e invitarla a salir. Sin embargo, mi hermana prefería bailar conmigo.

Me quedé asombrado cuando, al terminar su carrera de literatura en la universidad, mi hermana me dijo que se mudaría a un convento en los Andes y se haría novicia y luego monja. En uno de sus viajes como reportera curiosa e infatigable, había conocido aquel monasterio carmelita y sentido la poderosa epifanía de que ese, y no otro, era su lugar en el mundo. Su decisión me pareció intrépida: ella siempre había sido religiosa, pero sin exagerar, pues sabía conciliar la fe con la poesía, la música y las fiestas. Con notable coraje, se despidió de la familia y de sus gatos, me dejó sus libros, se llevó sus poemas clandestinos y viajó al sur, bien al sur, a un convento perdido en las montañas, allí donde no llegaban los autos ni los buses. Se jugaba la vida: no muy lejos de esa casa religiosa había campamentos terroristas. Aunque la admiré profundamente, no celebré su decisión, porque pensé que mi hermana extrañaría la poesía, los libros, la música y los bailes. De pronto, nuestros destinos se bifurcaron: ella se marchó lejos para servir humildemente a Dios, y yo me mudé al país de las libertades con la esperanza atea e insolente de convertirme en un escritor. Mi hermana abrazó la fe religiosa, toda la fe que podía abrazar una mujer de veintidós años, y yo, en cambio, le di la espalda al camino de la virtud, la abstinencia y la santidad, y me arrojé a la utopía de que mi vida solo tendría sentido si, corriendo todos los riegos, me atrevía a escribir las historias que bullían en mi cabeza. Los dos perseguimos entonces una quimera, un sueño quijotesco: ella quiso ser santa y poeta, y yo quise ser ateo y escritor. En el fondo, buscábamos llegar al paraíso, ella orando, yo escribiendo.

Mi hermana se sometió a los rigores del confinamiento (no dormía en un colchón, no se bañaba en agua caliente, no tenía radio ni televisor, solo comía frutas y verduras) y se obligó a ser monja de clausura durante siete años que a mí me parecieron muchos más. Mis padres la visitaban con cierta frecuencia, a pesar de que era extremadamente difícil llegar hasta ese convento perdido entre las montañas, un lugar al que solo podía accederse a lomo de caballo o de burro, o andando varios días con sus noches. Al llegar exhaustos al monasterio, mis padres no podían tocar a su hija pálida y pía, abrazarla, darle un beso en la mejilla. La veían detrás de una rejilla, como si estuvieran confesándose con ella. Le dejaban regalos para ella y las monjas de ese convento. Decían que mi hermana era ahora una santa que hacía milagros. Yo, señorito pusilánime, no me atreví a visitarla. Me daba miedo manejar por rutas polvorientas, peligrosas, y luego dejar el auto donde terminaba la trocha pedregosa, y entonces seguir el viaje a lomo de burro, o caminando por senderos angostos. Temía morir de frío, o emboscado por los terroristas.

Hasta que un buen día, mi hermana obró en efecto un milagro y decidió que sus días como monja de clausura habían concluido para siempre. No dejó de ser creyente, aunque sí renunció a ser monja, contrariando sus votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. Volvió a la ciudad del polvo y la niebla, se reencontró con sus amigas de toda la vida, compró una moto, consiguió una tabla para correr olas y dedicó el resto de su vida al mar, al amor y a la poesía. Mis padres quedaron perplejos y acaso decepcionados. Yo amé y admiré a mi hermana.

Fue entonces cuando la monja retirada abrazó gozosamente su destino de poeta. Trabajaba en un periódico y una revista, entrevistaba a pintores y escritores, se enamoraba de pintores y escritores, pero sobre todo de pintores, y encontraba su voz, su identidad y su lugar en el mundo entre las olas del mar y en sus poemas clandestinos de mujer que había vivido más de una vida. Me dijo que le habían gustado mis primeros libros, me entrevistó para su revista, me aconsejó que tuviese cuidado con los malandrines de la política. Tiempo después, enfermó gravemente, de cáncer terminal, y le dijeron que le quedaban pocos meses de vida, y sin embargo ella hizo un milagro más y no se murió, lo que dejó confundidos a los doctores que la atendían.

Luego mi hermana se enamoró de un pintor de singular talento, el gran amor de su vida, y tuvieron dos hijos, y se fueron a vivir en una casa en el norte, cerca del mar, donde ella corría olas todas las mañanas, para luego montar en bicicleta. Le decían cuidado cuando montes en bicicleta, esa autopista es peligrosa, pasan buses y camiones, pero ella sentía que Dios la protegía.

Mi hermana fue entonces la mujer que vivió muchas vidas: la poeta furtiva que se desmayaba en el periódico y bailaba en las fiestas conmigo; la monja de clausura que entregó su libertad para adorar a Dios; y finalmente la poeta de culto y corredora de olas que se casó, fundó una familia y volvió a escribir poesía, ahora cerca del mar. Tuvo por lo menos tres vidas extraordinarias y dejó escritos dos poemarios. Una mañana diáfana, luminosa, después de correr olas en los mares del norte, emprendió su ruta habitual en bicicleta, un paseo que prometía ser estimulante, placentero, y que fue interrumpido cuando alguien la atropelló y se fugó, dejándola malherida, sangrante, al pie de la autopista, esperando una ayuda médica que no llegó a tiempo. Murió como había vivido toda su vida: discretamente, en silencio, sin molestar a nadie.

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