No eres tu conteo de plays
La plataforma Spotify perfecciona una impecable estrategia de marketing al hacernos creer que su servicio "Wrapped" dice algo importante sobre nosotros.

¿Cuántos discos compraste en 2025? ¿A qué recitales fuiste? ¿Cuánto dinero estuviste dispuesto a pagar por tocatas chilenas? ¿Conociste alguna nueva sala de conciertos? ¿O una disquería? ¿Leíste al menos un libro sobre la vida de un músico? ¿Pudiste contagiar a alguien cercano de tu entusiasmo por una banda o cantautor que él o ella no conocieran?
De las muchas maneras importantes en que podríamos hacer un balance de nuestro año como oyentes, nos ocupamos en estos días en la menos interesante de todas. Desde que en 2016 largó su servicio “Wrapped”, Spotify se las ha ingeniado para hacernos creer que ese conteo de escuchas, tendencias y repeticiones asociadas a nuestra cuenta personal dice algo que debiésemos compartirle al mundo. La estrategia de publicidad es impecable: decenas de millones de usuarios proceden cada diciembre a promocionar la plataforma como si su uso fuese un hábito social ineludible, sin que la firma deba invertir ni un euro en esa extensión de su (tan discutible) hegemonía.
Soy mi suma de plays. Gracias, Spotify, por revelármelo.
El conteo preciso de nuestras escuchas es otro de los cambios radicales que ha traído la música en plataformas digitales. Ningún mayor de 50 años sabe cuántas vueltas le dio a su cassette de Synchronicity en su época de estudiante. Sin embargo, sabe lo importante que ese LP fue en su formación y en sus recuerdos juveniles, sin que ninguna cifra tenga que certificarlo. Lo que en cambio hoy prima como determinante del gusto es una suma de plays que arroja tendencias engañosas, partiendo porque a muchos de estos no los determina el usuario sino que el algoritmo. Este año, cada una de los innegables 1,150,559,376 reproducciones (y contando) que tuvo el ubicuo single “Golden” estuvo activada por un impulso diferente, fuese su oyente una niña encandilada por la película que la incluyó en su banda sonora, una madre entregada al ritmo de su crescendo bailable o un analista cultural que busca entender la perspicacia con la que la cultura k-pop no deja de extender su ambición global.
Somos (en parte) lo que escuchamos, sí, pero sobre todo cómo lo hacemos. El tiempo dedicado, el gasto reservado, la disposición emocional junto al parlante escapan, por fortuna, a una medida pública. Resistirse a convertir incluso nuestros hábitos privados en data marketeable constituye hoy un imperativo político. “¿Qué ideas perdemos y qué recuentos dejamos de escribir cuando le delegamos esa tarea a empresas tecnológicas que prefieren automatizar nuestro pensamiento? ¿Qué playlist no estás creando cuando compartes la que Spotify ha creado para ti?“, pregunta la reportera Liz Pelly en una columna reciente sobre este asunto. No hay pluma más indicada que la suya para tal impugnación. Su magnífico libro Mood machines fue este año la publicación más relevante sobre las muchas trampas que nos tiende Spotify para falsear el diagnóstico global sobre lo que supuestamente escuchamos. Pelly enciende una alarma global pero también personal: “No tercerices a la IA tu amor por la música. Lo que está en juego son tus propios recuerdos, tu archivo personal y un gusto enlazado a tu propia manera de ser”. Que nadie te quite tu escucha.
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