Culto

Por qué no me atreví a ser presidente: un relato de Jaime Bayly

Un amigo de toda la vida, al que no he visto casi toda la vida, ha fundado un partido político, lo que en mi país es un trámite tan frecuente como abrir un restaurante o una cafetería, y se ha postulado a la presidencia de la república, uno entre decenas de candidatos que aspiran a dicho cargo.

Un amigo de toda la vida, al que no he visto casi toda la vida, ha fundado un partido político, lo que en mi país es un trámite tan frecuente como abrir un restaurante o una cafetería, y se ha postulado a la presidencia de la república, uno entre decenas de candidatos que aspiran a dicho cargo.

Hacía más de tres décadas que no veía a ese amigo. Nos conocimos en un periódico de derechas conservadoras. Cinco años mayor que yo, era un brillante editorialista que escribía la opinión del diario sobre asuntos de gobierno y yo un columnista de intrigas políticas menores. Hijo de españoles, mi amigo vivía en un castillo en el barrio de Miraflores que ocupaba una manzana entera. Nos gustaba ir al cine, tarde en la noche, tras salir del periódico. Quiso ser diplomático, se preguntó si era un escritor, acabó la carrera de leyes y estudió una maestría en ciencias políticas. Ya entonces descollaba por su inteligencia, su memoria elefantiásica y su cultura de lector curioso. Después de que el gran escritor perdiese unas elecciones presidenciales en nuestro país, descorazonados por aquella derrota, mi amigo y yo nos mudamos con cuatro maletas a Madrid, donde vivimos una temporada creativa, literaria, en un apartamento cerca al parque del Retiro, abocados a la tarea incendiaria de escribir ficciones. Todavía inacabadas esas novelas, nos peleamos jugando un partido de tenis, pues me acusaba de ser tramposo, y de pronto la amistad se interrumpió por esa circunstancia tan ridícula. Años después, me permití la travesura literaria de recrear aquella amistad, desde las licencias de la ficción, en una novela melancólica titulada “Los amigos que perdí”, cinco cartas dirigidas a cinco examigos, una de ellas, la que alude al ilustre doctor Guerra, inspirada por supuesto en él.

Luego pasaron muchos años, siendo oficialmente examigos. Me sentía un tonto cuando los amigos en común me preguntaban por qué nos habíamos peleado: por un partido de tenis, respondía. No nos vimos en más de tres décadas, ni siquiera de un modo fortuito en un aeropuerto, o en un restaurante, o en la fila para entrar al cine. Mi amigo se quedó en nuestro país e hizo una exitosa carrera como periodista. Yo partí al exilio, persiguiendo el sueño esquivo de ser escritor. En tiempos recientes, ya inscrito como candidato presidencial, me dejó una nota manuscrita en mi apartamento en la ciudad del polvo y la niebla, sugiriendo un encuentro. Comimos en casa de mi madre, una tarde tranquila. Lo encontré espléndido, siempre afilado y memorioso. Todo lo que yo había envejecido y engordado, él había adelgazado y rejuvenecido, al punto que parecía cinco años menor que yo.

Almorzando en casa de mi madre, le dije a mi amigo de toda la vida, contento de verlo después de tanto tiempo, que apoyaría su candidatura presidencial. No le dije, sin embargo, que he resuelto no votar más. Me ha ido tan mal votando en elecciones peruanas y estadounidenses que prefiero abstenerme de seguir votando. No recuerdo con orgullo mis votos acá, en la isla de la libertad, ni allá, en la ciudad del polvo y la niebla. En ambos países llevo muchos años resignado a votar sin entusiasmo, como si estuviese maniatado, recortadas mis libertades, sospechando que, al sufragar a regañadientes, cometía un error que bien pronto habría de lamentar. Luego el tiempo se ha ocupado de confirmar que hubiera sido mejor no votar. Allá, en la ciudad del polvo y la niebla, me he arrepentido de todos mis votos, todos, desde la elección que, hace treinta y cinco años, perdió el gran escritor, y he terminado pensando que hubiera sido mejor, mucho mejor, no ir a votar, o votar en blanco, antes que hacerlo por la candidata de derechas religiosas, por quien voté en dos elecciones sucesivas, a principios del milenio, o por la hija del dictador, por quien voté en tres elecciones consecutivas. Aunque los otros eran aún peores, la verdad es que dormiría más tranquilo de haber votado en blanco. Lo mismo me ha ocurrido acá, en la isla de la libertad: al menos no he votado nunca por el rubicundo matón que ahora gobierna, pero cuando lo he hecho por las candidaturas del otro partido, he quedado con un sabor amargo, contrariado.

La valerosa aventura política de mi amigo de toda la vida, el aspirante presidencial que empieza a despuntar en las encuestas, me ha traído el recuerdo de los años en que yo mismo pude ser candidato en mi país, y me ha inducido a preguntarme por qué desistí de serlo, abortando la tentativa. Todo ocurrió hace quince años o poco más. Yo era famoso en mi país por la televisión y por mis libros. Defendía con pasión las ideas de la libertad. Era, por así decirlo, un liberal, no un conservador. Los jefes de tres partidos políticos me ofrecieron la candidatura presidencial. Me reuní con empresarios poderosos que veían con simpatía mi postulación. Dinero para financiar la campaña no faltaría. Mi madre, mi exesposa y mis amigos me apoyaban. Sin embargo, en la hora crucial de tomar la decisión e inscribir mi candidatura, me frené, me achanté, me replegué. No tuve el coraje, la determinación, la confianza en mí mismo, el espíritu de líder iluminado, que, quince años más tarde, ha exhibido mi amigo de toda la vida, al fundar un partido y entrar en la carrera.

¿Elegí no ser candidato porque temía perder? No. La verdad es que decidí no postular porque temía ganar. ¿Por qué temía ser presidente? Lo diré brevemente: porque soy bipolar, soy agnóstico, soy bisexual y soy escritor.

Puesto que soy bipolar, debo tomar medicamentos para preservar mi salud mental y dormir sin sobresaltos. No podría velar por la salud de la nación cuando mi propia salud mental se encuentra tan menoscabada, tanto que suelo despertar a las dos de la tarde, sin saber en qué ciudad estoy. Dado que soy agnóstico, me abstendría de participar en los ritos religiosos y la mayoría del pueblo católico en mi país me repudiaría por descreído. Al ser bisexual, al haber tenido comercio erótico con dos novios, uno en la clandestinidad, otro fuera del armario, no podría descartar la posibilidad de volver a enamorarme de un hombre, tal vez un ministro, un congresista, o uno de mis edecanes. Por último, siendo un escritor, perseverando en la afiebrada cruzada de ser un escritor, sería profundamente desdichado si dejase de escribir un tiempo largo, y debo suponer que un político profesional, y sobre todo un presidente, no puede reservar tres o cuatro horas ensimismadas, solitarias, para escribir ficciones todos los días.

Quiere decir entonces que no quise o no pude ser tan virtuoso y honorable como mi amigo, el candidato presidencial, porque soy un individuo lastrado por masivas fallas genéticas. Me temo que, al menos en mi caso, no tiene cura ser bipolar, agnóstico, bisexual y escritor. Desde luego, podría haber tratado de ocultar o disimular los rasgos y las imperfecciones que más nítidamente me definen. Podría haber tratado de levantarme a las siete de la mañana, rezar como un acólito, no desear a ningún hombre y abstenerme de escribir durante cinco años, la extensión del mandato presidencial. Sí, podría haberlo intentado, todo en aras de ocupar el poder. De pronto, a madrugar y a orar, a conspirar en lugar de escribir, a reprimir las pulsiones eróticas más rebeldes. Sin embargo, mucho me temo que, además de fracasar, habría sido infeliz. Enamorado del edecán, durmiendo hasta pasado el mediodía, desairando al cardenal, cancelando los viajes para sentarme a escribir las miserias de la vida política, estoy seguro de que mi presidencia hubiese sido breve y catastrófica, aunque no exenta de humor, y que, al final, me hubiesen destituido los pérfidos, mediocres congresistas, escandalizados por mis fallas genéticas.

Celebro entonces que mi amigo de toda la vida, el ahora candidato presidencial, vuele más alto de lo que yo fui capaz y demuestre que no todos los jóvenes turcos de aquel periódico conservador, que a no dudarlo contribuimos a quebrar, terminaron siendo tan inútiles como yo. Aunque no sé si mi amigo es conservador o liberal, religioso o descreído, de derechas vaticanas o izquierdas caviares, aunque no sé si ha leído alguna de mis novelas, en particular “Los amigos que perdí”, estoy seguro de que debo apoyarlo por la más simple y entrañable de las razones: porque fuimos grandes amigos hace cuarenta años, cuando él vivía en un castillo de Miraflores, rodeado de perros bravos que me infundían miedo. Pero no votaré por él ni por nadie, porque quiero dormir tranquilo, hasta las dos de la tarde, sin tormentos en la conciencia y siendo fiel a mi identidad más radical.

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