
Un cuadro inacabado y no entregado a su dueño: la curiosa historia de Leonardo Da Vinci y la Mona Lisa
Comenzado por el encargo de un comerciante de telas, en 1503, Leonardo Da Vinci comenzó a trabajarlo en su natal Florencia, pero diversas circunstancias hicieron que no lo terminara. Tras su muerte, en 1519, el cuadro quedó en otro país con un dueño diferente al que lo pidió. Esta es la historia.

Hacia 1503, Leonardo Da Vinci acababa de regresar a Florencia y no parecía tener encargos en el corto plazo. Pero al poco de llegar, un rico comerciante entró a su taller -que a diferencia de otros artistas, solía tener abierto para todo el mundo-. Se llamaba Francesco di Bartolomeo del Giocondo.
Como se cuenta en la reciente biografía de Da Vinci, Vida de Leonardo (Alfaguara), del investigador italiano Carlo Vecce, lo que quería Giocondo era algo muy corriente por esos días. “Tal vez lo que se le pidiera a Leonardo no fuera únicamente un retrato de su esposa (Elisabetta) sino, según la costumbre de la época, un retrato doble de los esposos: de Francesco y de Lisa”.

Sin embargo, siempre muy apegado a su propio aire, al parecer Da Vinci solo empezó a trabajar en el retrato de la mujer, Elisabetta di Antonmaria Gherardini, más conocida como Lisa Gherardini. Por entonces, contaba 24 años y tenía 5 hijos: dos niños y tres niñas. Para la época, una adulta hecha y derecha.
“No sabemos si Leonardo comenzó alguna vez el retrato de Francesco, mientras que la apostilla de Agostino nos dice que en septiembre, el de Lisa, después de un cartón inicial, ya había alcanzado la fase de ejecución sobre tabla de álamo, limitada únicamente a la cabeza de mujer. Leonardo tal vez lo empezara yendo a la casa de Gioconda en via della Stufa, cerca de la iglesia de San Lorenzo y del Palacio Médici”, señala Vecce.
Como fuera, en las primeras sesiones, se dedicó de lleno a la mujer. “Leonardo solo necesita unas cuantas sesiones de posado, escasos dibujos con los que plasma los detalles fundamentales de Lisa: el corte de sus ojos y su nariz, los rizos de su cabello que se deslizan hacia los lados de su rostro y parecen pequeñas ondas, y sobre todo, su particular manera de sonreír, que lo atrae de manera inexplicable, como si le hiciera revivir otra sonrisa, esfumada, indefinible, lejana en el tempo, pero profundamente grabada en su memoria, la de su madre, Caterina”.

Fue en esas sesiones en que plasmó uno de los aspectos más llamativos del cuadro: la sonrisa. Un enigma absoluto. Vecce abordó ese aspecto en su libro: “Según Vasari, ni siquiera la sonrisa es una expresión espontánea, sino el resultado de una técnica refinada, ya adoptada en el campo de los estudios de fisonomía: en otras palabras, Leonardo reunió frente a la mujer a un grupo de músicos, cantantes y bufones, ‘que la hizieran [sic] estar alegre para quitarle esa melancolía que muchas veces la pintura suele dar a retratos que se fazen [sic]’”.
Ya decíamos que mientras pintaba, Leonardo mantenía abierta la puerta de su taller, dispuesto a conversar y a recibir cualquier comentario. Eso hizo que la noticia del nuevo cuadro comenzara a propagarse entre los demás artistas de la zona. “La génesis de esta obra no pasa desapercibida a sus contemporáneos, y además hemos visto que Leonardo en Florencia, en la primavera-verano de 1503, muestra su completa disposición a nuevos encuentros y nuevas experiencias y deja abierta de buena gana la puerta del estudio en el que prepara el cartón”, dice Vecce.
Uno de los que llegó, era un joven llamado Raffaello di Giovanni Santi, el promisorio artista conocido como Rafael. Quedó tan deslumbrado por lo que vio que decidió imitar lo que hacía Da Vinci en tres de sus retratos de mujeres: “El denominado La Muda, el de Maddalena Strozzi, esposa de Agnolo Doni, y la Dama del unicornio. En el tercer cuadro, precedido por un pequeño pero intenso dibujo que parece retomar directamente el cartón del maestro, la influencia de Leonardo es aún más intensa: detrás de la mujer están tanto la balaustrada como las columnas, y en su regazo aparece un animalito", señala Vecce.

Sin embargo, en ese mismo 1503 Leonardo debió dejar de lado el cuadro. Resulta que le llegó otro encargo, directamente desde el gobierno de la ciudad de Florencia: una escena de la batalla de Anghiari (que no terminó).
Diez años después, Da Vinci aún no terminaba el cuadro. En 1513, vivía en Roma donde servía para los Médici, la poderosa familia que por entonces tenía a uno de los suyos en el trono pontificio, Giovanni di Lorenzo de’ Medici, el papa León X. Su hermano, Juliano II de Médici, el Magnífico, fue el mecenas de Leonardo en la Ciudad Eterna, y quedó fascinado por el retrato de la Mona Lisa, que estaba todavía a medio acabar, aunque por esos días, el pintor se dedicó a trabajar en el paisaje de fondo.
“Lo cierto es que, más de diez años después, la identidad de la mujer florentina que dio origen al retrato ya no le interesa a nadie ni al cardenal ni a Leonardo, Frente a ellos, ese icono ya no tiene necesidad de nombre alguno. Con el paso de los años, el retrato, completado por el paisaje, se ha convertido en algo más un laboratorio abierto en el que Leonardo ha seguido trabajando, proyectándose a sí mismo, su mundo, su infinita búsqueda de la verdad en la indagación de los secretos de la naturaleza y de la vida”, dice Vecce.

Pocos años estuvo en Roma, en 1516, ya siendo un hombre sexagenario, marchó a Francia siguiendo a su nuevo protector, el rey de Francia Francisco I, quien recientemente había conquistado Milán para su corona. El monarca instaló a Leonardo -junto a su ayudante, el pintor Francesco Melzi, y su asistente y modelo (y amante) Salaì- en el castillo de Clos-Lucé, en la región de Amboise, en el valle del río Loira. Ahí pasó sus últimos 3 años de vida.
¿Qué pasó con la Mona Lisa? Vecce señala: “Leonardo no completará el cuadro”, ni tampoco llegó a su dueño, Francesco del Giocondo. Lo que ocurrió, señala Vecce, es que una vez que Salai decidió irse del lado de Leonardo, este, le hizo un encargo como último favor. “La delicada de entregar al rey las últimas obras maestras; Mona Lisa, Santa Ana, Leda, San Juan”.
¿Por qué entregó sus obras al rey Francisco I? Vecce lo explica: “No se trata de una venta, sino de la ejecución de un acuerdo tácito que probablemente el artista había establecido con Francisco I al aceptar la invitación para trasladarse a Francia. La generosa suma puesta a disposición a cambio no es, por lo tanto, el precio de compra, sino un acto de liberalidad real, que Leonardo, a su vez, cede a Salaì para que la cobre en su totalidad, como si se tratara de una herencia anticipada. A él, ahora, que está a punto de dejar definitivamente las miserias de esta vida, ¿de qué le sirve todo ese dinero?“.

Leonardo Da Vinci falleció finalmente en su habitación del primer piso del castillo de Clos-Lucé, el 2 de mayo de 1519. Salaì cumplió con el encargo de su mentor, y Francisco I se quedó con la Mona Lisa. Tras la muerte del rey, pasó por los palacios de Fontainebleau, y Versalles. Fue con la Revolución Francesa que el retrato de Elisabetta quedó resguardado -hasta hoy- en el Museo del Louvre.
Claro que entremedio pasó por otras manos. Como señala Donald Sassoon en su libro Mona Lisa: historia de la pintura más famosa del mundo, el mismísimo Napoleón Bonaparte, nombrado primer cónsul, pidió que el Louvre le entregara el cuadro para colgarlo en su dormitorio personal hasta que lo devolvió en 1804. Luego, más de un siglo después, el cuadro pasó brevemente por un par de sitios -el castillo de Amboise y la abadía de Loc-Dieu- para protegerlo durante la Segunda Guerra Mundial. Terminado el conflicto, volvió al Louvre donde se le encuentra en el Salón de los Estados protegida por una vitrina.
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