
¿El país más democrático del mundo?

El domingo 1 de junio, cerca de 100 millones de mexicanos con derecho a votar fueron convocados para elegir a sus juzgadores. En las papeletas había cerca de siete mil nombres de candidatos, que se disputaban 881 cargos de la judicatura federal –desde jueces hasta ministros de la Corte Suprema, así como mil 649 posiciones en la justicia local de 19 de los 32 estados del país.
Dentro de dos años se repetirá el ejercicio para terminar de elegir por completo al Poder Judicial de la nación y de las partes integrantes de la Federación.
El proceso ha sido insólito, no sólo en México sino en el resto del mundo. Algunos países eligen a una parte de sus juzgadores, pero ningún otro a todos.
Visto de lejos, parece que México es “el país más democrático del mundo”, como afirma la presidenta Claudia Sheinbaum. Sin embargo, una revisión somera de lo que ha venido sucediendo desde febrero de 2024 -cuando su predecesor, Andrés Manuel López Obrador lanzó una iniciativa de reforma constitucional para modificar el sistema de designación de los juzgadores- permite apreciar que los objetivos que alentaron este cambio y la forma en que se llevó a cabo no respondieron a un deseo de mayor democracia ni el mejoramiento de la impartición de justicia –un gran pendiente en mi país— sino simple y sencillamente a una concentración del poder.
A pesar de que al principio de su gobierno, en 2018, López Obrador prometió que sería respetuoso de las decisiones de los jueces, su período transcurrió entre pleitos con el Poder Judicial. Al entonces mandatario no le gustaba que le pusieran freno a la manera en que ejercía el mando y gastaba los recursos públicos, a menudo sin reparo en la ley.
En revancha, López Obrador decidió deshacerse de los juzgadores y lanzó una iniciativa para lograrlo. Le faltaba una mayoría calificada de dos tercios en el Congreso, dispuesta a avalar el cambio, pero su partido –y él mismo, pues nunca tomó distancia de la política electoral— convocaron a la ciudadanía a darles esa mayoría en las elecciones de junio de 2024.
En ellas, la coalición gobernante obtuvo esa mayoría en la Cámara de Diputados, pero no en el Senado, donde se quedó corto por tres votos. Con malas artes, convenció a tres senadores de oposición a votar a favor de su iniciativa.
Luego vino la integración de las listas de candidatos, donde el oficialismo se sirvió con la cuchara grande, llenándolas de simpatizantes, muchos sin experiencia previa, pues la reforma también redujo los requisitos para ser juzgador. Y, finalmente, se distribuyeron masivamente acordeones (torpedos, les llaman en Chile) para que los adherentes movilizados del oficialismo los llevaran a las urnas y eligieran, entre los miles de candidatos –la mayoría, desconocidos—, a los que la nomenklatura deseaba ver en los cargos judiciales.
Sólo 13% de los ciudadanos acudió a votar. La mayoría se alejó por lo complicado que era llenar las distintas papeletas o por la impresión que se creó de que todo estaba decidido. No fue sorpresa que la quinta parte de esos votos fueran nulos o incompletos.
A eso, la Presidenta, su gabinete y el movimiento gobernante llaman “éxito”. En un sentido lo es, pues destruyeron el Poder Judicial, sin garantía alguna de que el nuevo sistema dé lugar a una mejor justicia. La biografía de los ganadores hacer esperar que los jueces fallarán en el sentido que quiera el gobierno. Y si no lo hicieren, hay un nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, integrado también por simpatizantes del oficialismo, que se encargará de ponerlos en orden.
De lejos, alguien puede irse con la finta y creer que someter a votación todos los cargos judiciales es democracia. En los hechos, es un capítulo más de cómo el populismo emplea las herramientas de la democracia para suplantarla.
Por Pascal Beltrán del Río, periodista mexicano.
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