Por María José NaudonEntre lo efectivo y lo efectista

Uno de los errores más frecuentes de los gobiernos recién iniciados es suponer que la confianza ciudadana es un crédito de largo plazo o que los votos les pertenecen. Definitivamente no es así. Hoy la confianza opera como un mecanismo de tracto sucesivo: se renueva constantemente o se pierde. Y ese es, probablemente, uno de los principales desafíos para lo que viene: articular las expectativas ciudadanas levantadas en campaña con la acción efectiva de gobierno.
La ciudadanía entiende hoy el largo plazo como un horizonte de noventa días. No más que eso. Ese es el tiempo político real. Más allá de ese umbral, las promesas estructurales, las reformas profundas y los procesos complejos dejan de ser percibidos como futuro y comienzan a vivirse como inacción. En ese contexto, una estrategia exclusivamente “efectiva” —correcta en términos técnicos, fiscalmente responsable, institucionalmente sólida— corre el riesgo de ser políticamente invisible. Pero una estrategia puramente “efectista” —simbólica, comunicacional, de alto impacto inmediato— es insostenible si no se apoya en resultados reales.
De ahí la tesis central: para articular las expectativas ciudadanas hoy se requiere una doble estrategia. Combinar lo efectivo con lo efectista. Lo efectista sirve para cambiar el aire, modificar la sensación anímica, producir un “aquí cambió la mano”. Eso da tiempo político. Tiempo para consolidar lo efectivo, que es lo esencial, pero también lo más lento, costoso y complejo de implementar.
En ese marco, hay al menos tres gestos del nuevo presidente electo que vale la pena observar:
El primero es la visita a Javier Milei. Su efecto simbólico es potente: se pasa de una lógica de tensión vecinal a una relación entre socios regionales. El mensaje es claro: hay un cambio de tono y de disposición. El gesto permite, además, capturar parte de la energía política que Milei encarna: la idea de transformación y posibilidad. El riesgo, por cierto, es evidente. El un exceso de simbiosis puede tensionar el eje que se ha planteado como desafio: unidad, coalición amplia y reconstrucción de confianzas. El gesto suma aire y tiempo político; pero tiene un costo identitario que debe administrarse con cuidado.
El segundo gesto es la anunciada visita a los expresidentes. No como un ritual vacío, sino como una señal deliberada de continuidad histórica y madurez política. El mensaje es claro: rescatar lo bueno incluso de los adversarios, reconocer que la democracia es una obra colectiva y que ningún gobierno parte desde cero. En tiempos de polarización, ese gesto comunica estabilidad, respeto institucional y vocación de Estado.
El tercero es vivir en La Moneda. Austeridad, compromiso con el trabajo, cercanía simbólica con el poder entendido como servicio y no como privilegio. En un contexto de fatiga con la elite política, ese gesto tiene una potencia comunicacional enorme. No resuelve problemas estructurales, pero ayuda a recomponer el vínculo emocional con la autoridad. Es una señal de coherencia entre discurso y forma de vida.
Nada de esto, por supuesto, reemplaza la sustancia. Los gestos ordenan el clima, pero no resuelven los problemas. Funcionan como umbral: crean condiciones, no resultados. Su eficacia depende de que sean seguidos —rápida y visiblemente— por decisiones, políticas y efectos verificables.
El desafío, entonces, no es elegir entre símbolo y contenido, sino gobernar el equilibrio entre ambos. Usar el impacto inicial para anclar cambios reales, y evitar que el efecto se disipe antes de que lo esencial empiece a notarse. En política, el tiempo se administra tanto como los recursos: saber cuándo mostrar y cuándo ejecutar es parte central del oficio.
Por María José Naudon, abogada.
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