Opinión

Excentricidades

Parasite

Violeta seráfica. Rita Salas Subercaseaux, bajo el pseudónimo de Violeta Quevedo (“Violeta porque oculto la cabeza como una flor en la yerba y Quevedo porque escribo lo que veo”) ocupa posiblemente el vértice más ingenuo, estrafalario y disparatado de la literatura chilena. Carlos León la definía como una escritora seráfica. Buenísimo el adjetivo. La ponía entre los escritores que son anteriores al pecado original. Eso lo dice todo. ¿No es una genialidad la suya decir que la Torre de Pisa era “inclinada por fuera y barroca por dentro”? ¿No es brillante escribir que la gruta de Lourdes de Francia es más o menos igual a la copia que hay en Santiago? Sobre este personaje inclasificable, el novelista Gonzalo Maier acaba de publicar un breve retrato (¡Milagro! 2025, Ediciones UDP, 100 pp) que es apasionante. Dice que ella y su inseparable hermana Clara eran físicamente muy parecidas. Y las retrata así: “Tenían algo caricaturesco o de dúo de comediantes de película muda. La primera era un año menor y ambas eras flacas, medio feas, al decir de la familia; además patudas, pobres, acaso más avaras que pobres, aristócratas, hipocondríacas, impertinentes, católicas de misa diaria, indignadas con los gobiernos liberales, insoportablemente ingenuas, suertudas, bolseras, insistentes hasta el hartazgo, y se vestían con ropa pasada de moda”. Violeta Quevedo llegó a la literatura tarde, bien pasados los 50, después de la muerte de su madre, doña Ana Subercaseaux, y fue autora de una seguidilla de libritos breves e inclasificables, todos autoediciones y asociados a experiencias suyas (viajes, peregrinaciones, enfermedades, mudanzas, veraneos, crisis personales), que se vendieron como pan caliente en Santiago, Valparaíso y Viña. Unos dicen que porque el público apreciaba sus escritos. Otros, porque la familia, apurada, se encargaba de comprar ediciones completas para no pasar vergüenza. Figura en cierto modo patética y muy desconectada de la realidad que le tocó vivir, Violeta Quevedo nació, según establece Meier, en 1879, corrigiendo el dato que situaba su nacimiento en 1882, y murió en 1965. El autor, al margen del divertido anecdotario y de la leyenda que rodeó a Violeta Quevedo en vida, rescata sus escritos sobre todo en lo que tienen de testimonio de los cambios sociales ocurridos en Chile en el siglo XX, cuando la riqueza, el prestigio y el poder pasan del campo a la industria, mientras las antiguas fortunas aristocráticas se estaban cayendo a pedazos.

Viejas pulsiones. No tiene en realidad mucho sentido rasgar vestiduras a partir de la creciente adicción a los rankings de mejores películas que muestran los medios. La verdad de las cosas es que este es un deporte de antigua data en la cinefilia. Hubo un tiempo en que se elaboraban listados rigurosamente segmentados. Había de todo y para todos los gustos: por décadas, por géneros y subgéneros; por países, pero también por ciudades; las mejores en technicolor, en cinemascope y, cuidado, no confundir con las filmadas en vistavisión; también las mejores películas europeas de la época muda, las mejores cintas de amor fou o las mejores de telekinesis. También las más descollantes de Bergman, Hithcock, Scorsese, Buñuel o Kurosawa, cosa que desde luego es bastante más sensata. Pero, en general, esta pulsión fue una locura. La manía, por consiguiente, viene de muy atrás. Lo nuevo es el volumen de las muestras, que cubren listados de 50 o 100 títulos como si nada. Entiendo que hay hasta de mil. Asimismo, importa mucho ahora el tamaño de la convocatoria. En la actualidad, hasta el ranking más flaite convoca a mil o dos mil críticos de medio mundo. Hubo un tiempo que el lugar de la mejor película de la historia, al menos en la encuesta del American Film Institute, se lo turnaban con estricta regularidad Citizen Kane y Casablanca. Unas veces aquella, otras esta. Tenía sentido: una como epítome del cine dictado por la inteligencia, esta otra, dictada por la sangre y el corazón. Después comenzó a meterse al listado, con toda razón por lo demás, El padrino y también Toro salvaje, que en su época medio mundo ninguneó. Hoy se mete cualquiera y uno se pregunta con qué derecho. En el listado de las mejores de la revista británica Sight and Sound de hace tres años arrasó Jeanne Dielman, 23, de la cineasta belga Chantal Ackerman, una cinta muy poco difundida, ciertamente feminista, pero ferozmente contemplativa, muy encapsulada, ascética, respetable ciertamente, aunque dura entre las duras. Ahora el New York Times hizo otro ranking con las cien mejores y -¡oh parto de los montes!- salió primera Parásitos, la obra de Bong Joon Ho, y detrás Mullholand Drive, realización de David Lynch, del notable cineasta estadounidense recientemente fallecido. Eso no quita que sea una de sus películas más impenetrables y obtusas. ¿Cómo, entonces? ¿Es broma? No, esto va en serio. Sabemos que cada época tiene sus motivos y sesgos. Y, bueno, es lícito suponer también que su propio sentido del humor.

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