
La ultraderecha global

La manera en que la ultraderecha global ha logrado secuestrar para su uso privado el concepto de libertad y patriotismo es un logro que sólo puede provocar admiración. Líderes como Trump en Estados Unidos, Orban en Hungría o Milei en Argentina invocan ambas palabras con energía, acusando a sus adversarios políticos directos y a cualquiera que critique o dude de alguna de sus decisiones o aseveraciones de ser enemigos de la libertad y de la patria. Lo hacen ellos personalmente o alentando a sus seguidores a acallar -en las redes sociales y los medios de comunicación- a los disidentes. Ocurrió esta semana en Argentina, cuando el actor Ricardo Darín hizo una referencia indirecta al malestar económico transandino aludiendo los altos precios de los alimentos. Bastó eso para que el protagonista de El Eternauta padeciera una paliza mediática desproporcionada, brutal.
Trump inauguró su segundo período tildando de “woke” -el adjetivo que tantos conservadores usan y nadie define- a una líder religiosa que pidió misericordia con los niños migrantes atemorizados por las nuevas normativas anunciadas. Era una solicitud humanitaria, sin embargo, los medios oficialistas acosaron durante semanas a la religiosa. Trump ha logrado identificar la idea de libertad de expresión con el derecho a matonear sin enfrentar consecuencias, y contraponer esa concepción a la de verificación de hechos como una herramienta para proteger la democracia. El vicepresidente J.D. Vance criticó en febrero las políticas de la Unión Europea orientadas a frenar la difusión de bulos, porque, según él, atentaban contra la libertad de expresión. Argumentó con ejemplos que la televisión pública alemana analizó posteriormente: resultó que eran falsos. El más absurdo era una supuesta ley escocesa que le prohibía a la gente rezar en sus casas.
Esta semana tuvo lugar en Hungría la cumbre de las derechas radicales llamada Conferencia de Acción Política Conservadora. Hasta allí acudieron líderes como el español Santiago Abascal; la británica Liz Truss, fugaz primera ministra; el influencer argentino Agustín laje, y José Antonio Kast, candidato presidencial chileno, entre otros. Que se hiciera en Hungría no es casual. El éxito electoral de Viktor Orban, el primer ministro húngaro, ha logrado fortalecer la versión ultraderechista de la libertad, prohibiendo la tradicional Marcha del Orgullo LGBTI. El líder ya había apoyado en 2023 una ley que promovía que los ciudadanos denunciaran bajo anonimato a personas que cuestionaran la definición de familia establecida en la Constitución. La ley finalmente fue vetada.
La conferencia de este año en Hungría tuvo como lema “Ha llegado la era de los patriotas”, contraponiendo la idea del “globalismo”, que consideran un vicio progresista, con la del “soberanismo”, una virtud propia de los movimientos de ultraderecha. De algún modo logran eludir lo contradictorio que significa abjurar del globalismo cuando su propia cumbre tiene esas características, convocando líderes de todo el mundo para reforzar vínculos. Por otro lado, el entusiasmo “soberanista” se contradice con declaraciones como la del vicepresidente de EE.UU., que criticó públicamente el informe de la inteligencia alemana que calificó al partido Alternativa por Alemania como “incompatible con la democracia”. En este caso no importaba la soberanía del país europeo. Las contradicciones de la ultraderecha global han llegado a Chile con diputados que se consideran “patriotas” y admiradores de Donald Trump, al punto de vestir con orgullo la gorrita roja de Make America Great Again, aun cuando el líder norteamericano imponga políticas que puedan afectar la economía chilena, o todavía peor, pese a que Trump le haya sugerido alguna vez al expresidente argentino Mauricio Macri invadir Chile para tener costa en dos océanos. Otro de los puntos del patriotismo entendido desde la cumbre de la ultraderecha es la simplificación intensiva de fenómenos complejos, como las distintas crisis migratorias en curso: es muy distinta la migración árabe o africana a Europa desde excolonias con una población que habla lenguas distintas y profesa religiones diferentes, a la migración venezolana en América Latina, provocada por el catastrófico régimen de Maduro. Pero se ve que en ese caso las particularidades de cada patria no son relevantes. De hecho, es curioso que solo en este caso los líderes políticos de Europa y Estados Unidos consideren a sus contrapartes ultraderechistas latinoamericanas como parte de Occidente, en circunstancias de que jamás incluirían a nuestra región en ese ámbito cultural en otro tipo de foros en donde lo que se entiende por “occidente” -un concepto que trasciende lo geográfico- está restringido a Europa, Reino Unido, Estados Unidos, Nueva Zelandia, Australia y poco más.
La ultraderecha ha sido eficiente en su discurso, en parte gracias a que existe una población globalmente irritada contra sus respectivas élites políticas y en parte gracias a una extraordinaria capacidad para controlar en redes sociales la difusión de ideas que encienden emociones negativas y aseguran adhesión instantánea. En esa lógica es muy coherente la arremetida del gobierno de Trump en contra de las universidades y la ola antiintelectual creciente en su país. El acecho a la universidad de Harvard es una expresión simbólica bastante obvia de que parte del plan de resignificación de libertad y patria pasa no solo por matonear el disenso, sino también asfixiar la posibilidad de pensamiento crítico y de cooperación internacional. O peor que eso, puede que la meta sea lograr que disentir llegue a ser percibido en esta nueva idea de gobierno democrático al que aspiran los líderes ultraderechistas, como algo sospechoso o amenazante, el síntoma visible de la existencia de un enemigo interno que debe ser perseguido, silenciado y, si es necesario, eliminado.
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