
¿Lecciones aprendidas?: los ecos del octubre chileno
Tal vez la lección más importante aprendida a partir del estallido social, es constatar que las teorías circulantes en las elites nacionales para interpretar el fenómeno no dieron el ancho. Y lamentablemente, el reduccionismo posterior -centrado exclusivamente en la violencia vivida- tampoco ha permitido un debate profundo sobre sus causas y efectos, abortando de este modo un necesario proceso analítico para repensar las herramientas de las que la política debe disponer para hacerse cargo de los humores que siguen anclados en la sociedad chilena y que, por cierto, subyacen de un modo resignado con las actuales dinámicas colectivas.
No fue la clásica confrontación de clases, pero tuvo componentes de confrontación que llevaron a la elite empresarial y política a prometer “meterse la mano al bolsillo”, ello frente a la cercanía del fuego que llegaba a su hábitat cotidiano y ya no sólo como noticia observada con la distancia del tratamiento periodístico o académico. Otros afirmaron que la explosión social vivida fue reflejo claro de que Chile había entrado en la Trampa de la Renta Media, como una advertencia que las expectativas de bienestar instaladas en la sociedad no se condicen con las capacidades de generar riqueza del factor económico.
Fue sin duda un estallido de emociones. La expresión no mediada y masiva de identidades. Se expresaron sin jerarquías y sin tratamiento institucional, de allí tal vez la violencia. Fueron emociones diversas, subjetivas e individuales, que, de vez en cuando, coincidieron, de modo fortuito, en reivindicaciones comunes. No fueron los partidos políticos o las organizaciones de base las que condujeron la expresividad, no fueron los kpopers, ni los alienígenas, ni las barras bravas. Fue un estallido de individuos molestos.
¿Qué puede haber de común en esto? ¿Qué desafíos impone esta condición a las instituciones democráticas que se sustentan en una necesaria apelación a algo así como el bien común, lo público, la deliberación racional?
Se ideó un salida construida en códigos tradicionales, abriendo la disputa sobre cuál debería ser la teoría que fundara el nuevo arreglo institucional. Fracaso para unos y para otros. Mientras, las identidades fragmentadas nunca lograron percibir lo común en lo diverso. Nadie fue capaz siquiera de atisbar el camino. ¿Qué se podía esperar de una elite desconectada? La fragmentación está ahí, hoy vivida de diversas formas; marginación, miedo al otro, rabia, agobio.
Esta tensión sigue latente en la actual elección, pero con apelaciones en donde el malestar pasó a resignación. En un estudio reciente de Horizonte Ciudadano, el 56% de los entrevistados prefieren que las decisiones para mejorar la seguridad en sus barrios se tomen de manera rápida y entre pocos versus un 43% que prefiere que se tomen de forma participativa, aunque tome más tiempo. También, el 53% prefiere un liderazgo que sea capaz de alcanzar acuerdos, versus un 42% que prefiere uno capaz de enfrentarse a otras posiciones. La señal es clara, acuerdos y convicción para soluciones.
Sin embargo, quien reprime debates, constriñe emociones y dificulta la apertura de miradas comunes, guiado sólo por un mezquino juego de política electoral, puede estar generando ventajas inmediatas a cierto tipo de liderazgo, pero está sembrando un futuro de incertidumbre y dificultades para la democracia y su gobernabilidad, quedando a pasos de la ruptura definitiva del vínculo de la representación y abriendo espacios a liderazgos claramente protoautoritarios.
Por Eolo Díaz-Tendero, director ejecutivo de Fundación Horizonte Ciudadano
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