
Lo que de verdad importa

Por Cecilia Latorre, profesora de Derecho Procesal UC
Leyendo el proyecto Constitucional no dejo de sentir incertidumbre, los pilares de todo el Derecho aprendido parecen derrumbarse mientras hojeo y una otra vez en busca de la lista de derechos humanos que el Estado se comprometerá a respetar. Lo hago con angustia, repito la acción una y otra vez y no los encuentro. Se intensifica el pánico, caigo en cuenta de que estoy buscando un listado de reconocimiento de derechos que al parecer nadie más busca, mi conducta resulta pueril, insensata, innecesaria, me muestra ignorante frente a un mundo erudito que ya no necesita el catálogo que busco.
Cuando reparo en esto último mi estado se agrava, me pierdo por completo y la angustia se trasforma en parálisis, los músculos no responden, el corazón se ha detenido. Me siento completamente fuera de lugar, pero no logro olvidar la eterna discusión entre iusnaturalistas y positivistas. Los primeros afirmaban que era la propia naturaleza del hombre (en cuanto especie humana) quien dotaba al individuo de un listado de derechos inalienables ante los cuales debía postrarse toda autoridad o poder. Eran derechos que el hombre traía consigo al nacer y que derivaban de su origen divino, de su Ser creado por Dios, a imagen y semejanza de Él. A un hijo de Dios no se le podía arrebatar la vida, la libertad, la dignidad, entre varios otros derechos que le eran propios, que más que derechos eran cualidades inherentes a él. Los segundos criticaron fuertemente a los primeros, dijeron que no podía ser que los derechos derivaran de una supuesta filiación divina, porque al parecer no existía un Dios o al menos, a nadie le contaba que lo hubiera y porque, además, los referidos derechos no habían sido reconocidos de igual manera ni a todos los hombres, ni en todas las épocas, por lo tanto, no existía nada que derivara de la naturaleza misma del hombre. Para el positivismo los supuestos derechos “naturales” del hombre no eran tales y en el principio de los tiempos había sido la propia humanidad quien, a fin de facilitar la vida en sociedad sin que los poderosos aplastaran a los débiles, pactó un listado de derechos mínimos declararlos formalmente como universales, esto es, como atribuibles a todos los hombres. Ese es justamente el catálogo que yo buscaba, el que contenía los derechos universales, de todos y de cada uno.
Con esta clásica discusión en mente volví al proyecto de Constitución y constaté que Chile seguiría siendo un Estado laico, necesariamente positivista, pero aun así no hay catálogo. Seguí leyendo y mi corazón volvió a latir, encontré una especie de catálogo, pero reducido a un grupo de derechos atribuibles solo a ciertas personas y quedaba gran vacío respecto del “resto”. No había derechos universales, de esos que son para el común, el hijo del vecino, el cualquiera, el cada uno y el todos. No hay pacto fundacional para ellos y a falta de un dios, ¿debemos concluir que tales derechos no existen?
Esta cuestión es vital, es la única que verdaderamente importa, porque da lo mismo si la Constitución establece que el poder se ejerza por unos pocos o por muchos, por gente escogida por etnias o por zonas geográficas, por funcionarios capaces o por ineptos, siempre que quienes estén sometidos a dichas autoridades tengan un catálogo cierto de derechos fundamentales, inalienables e irrenunciables que limiten el poder de ellas y una herramienta eficaz para asegurarlo, cosas básicas que no logro encontrar en el proyecto.
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