Opinión

Los malditos y los listos

Una tragedia americana. Difícil imaginar un desenlace más sórdido y miserable que el del director cinematográfico Rob Reiner y su esposa esta semana. Un hijo drogadicto y perturbado los mató y así terminó todo. Su padre fue un cineasta inspirado y de muchos registros. El solo hecho de haber filmado esa obra maestra que es Stand by Me, basada en un relato de Stephen King y con un River Phoenix que para entonces era poco más que un niño, es suficiente para inscribir su nombre en la memoria emotiva de varias generaciones. Pero Reiner también hizo varias otras películas memorables: Misery, Cuando Harry conoció a Sally, A Few Good Men, LBJ. Hasta aquí, las informaciones señalan que los problemas del hijo con las drogas venían de largo tiempo. Serían incluso anteriores a la temprana adolescencia del muchacho. Pero aún así no hay factor que permita explicar su conducta. Adictos hay muchos y no todos son parricidas. ¿Qué falló en este caso? ¿El hogar, no obstante que el parricida tiene un hermano mayor y una hermana menor perfectamente normales y felices? ¿Hubo una deficiencia genética? ¿Fue un conjunto de malas terapias rehabilitadores, que tal vez profundizaron el daño? ¿Fue cosa de un mal día, de una odiosidad antigua y recurrente del hijo contra su padre, de una desgraciada discusión que se salió de control, tal como ocurre en la historia que cuenta Leonardo Padura en su última novela, Morir en la arena, que también trata de un parricidio? ¿O es que hay seres malditos, como ha planteado ahora último Jaime Bayly en sus comentarios sobre el caso? En principio, cualquiera tendería a rechazar una explicación así. El crimen no es tierra de maldiciones o destinos irrevocables. Sin embargo, mientras más salen a la luz antecedentes del doble asesinato, más próximos estamos a ver en los detalles el efecto de una terrible fatalidad. Maldito caso, maldito imbécil.

Narcicismo. Jay Kelly es de esas películas Netflix que conviene ver en casa con la luz apagada. No necesariamente para que la pantalla destaque mejor, sino porque su desarrollo generará más de algún rubor, más de un sentimiento de vergüenza ajena. La cinta trata de un actor muy famoso que a sus 60 años ha llegado a lo más alto y George Clooney asume el rol convencido de estar hablando de sí mismo y de su propia vida. Es cierto que el actor llegó lejos para ser un chico de Kenttucky que después del colegio dio bote en una o dos universidades. Es cierto que ha trabajado en más de 50 largometrajes, aparte de haber dirigido un puñado de cintas donde hay unos tres o cuatro títulos atendibles. Es cierto que tiene buena pinta. Y es cierto, también, que figura en avisos caros de publicidad de relojes finos. Pero ¿eso le alcanza para ser o para creerse que es el nuevo Gary Cooper o Clark Gable? ¿Le alcanza para configurar lo que antes se llamaba un mito del cine? Bueno, la película asume que sí y a él qué le han dicho. Entonces, démosle. Vamos adelante con una historia ñoña y sentimentaloide que imagina a un actor muy famoso, que desde luego para el tráfico, que se ha casado tres veces, que es un padre que se lleva mal con sus hijas, que viaja a Italia a recibir un reconocimiento a su trayectoria y que en esa coyuntura, con los vientos de la Toscana encima, en pugna con los fantasmas de su pasado y con la incondicionalidad de sus “fans”, ajusta cuentas consigo mismo, con su soledad intrínseca y redescubre que su mánager, Adam Sandler (un actor muy superior a Clooney en un personaje mucho más complejo que el suyo) es de lo poco que le va quedando a su alrededor. La película está entre los trabajos más débiles de Noah Baumbach (Historia de un matrimonio, France Ha) en mucho tiempo.

De cuervos y zorros. La inteligencia es densa, solemne, rotunda, metódica, a menudo trágica y se cree tan inamovible como luminosa. La astucia, en cambio, es líquida, oportunista, disimulada, intuitiva, circunstancial, tramposona, más asociada a la picaresca que a la tragedia y no aspira a coronarse de laureles. Con estas impresiones, arbitrarias, fragmentadas, uno se queda después de leer Astucias. Dioses, animales y hombres en la Grecia antigua (Editorial Roneo, 2025), un pequeño ensayo de Trinidad Silva, académica de la PUC, que revisa la mitología griega y textos de Homero, Platón, Aristóteles y otros pensadores clásicos, rastreando el lugar que le asignan a la astucia, entendida a la manera de una inteligencia un tanto pilla y en paños menores. Particularmente reveladores a este respecto son los capítulos que la autora -después de hablar de los dioses y antes de hablar de los hombres- dedica a tres animales (los pulpos, los cuervos y los zorros), de los cuales, vaya, todavía hoy, tenemos mucho que aprender, y no solo en términos de rapidez y simpatía. Al comienzo de su libro, la autora señala que la astucia ocupa ese espacio ambiguo, “entre lo que el alma pone como como fin y la inteligencia dispone como medio”. Bonito libro que entrecruza montones de lecturas y escrituras. ¿Qué será mejor? ¿Astuto o inteligente? Se reciben apuestas.

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