Opinión

Paya y talla del Estado

DRAGOMIR YANKOVIC/ATON CHILE

El escándalo de las licencias médicas entre empleados públicos semeja la sinopsis de algo, una historia apenas insinuada, incompleta. El informe de la Contraloría, hay que recordarlo, sólo se refiere a las personas que, en el máximo de la imprudencia, viajaron fuera de Chile mientras recibían sus sueldos completos bajo el amparo de licencias médicas. Si se estima, muy gruesamente, que los que salen del país son algo menos de un tercio de los trabajadores chilenos, queda al menos el doble de licencias por investigar, que es lo que ha prometido la contralora Dorothy Pérez.

Los candidatos y precandidatos pusieron el grito en el cielo, como era de esperar, aunque sólo Gonzalo Winter, del Frente Amplio, identificó correctamente lo que debería suceder: que se abra una discusión sobre el tamaño del Estado. Winter anticipó su propio juicio, agregando que esto podría promover la “solución fácil” de reducir el Estado. No es lo mismo el uso fraudulento de licencias que la cantidad de funcionarios que trabaja en el Estado, pero Winter tiene razón cuando intuye que esa masiva deshonestidad es un pasadizo entre ambas cosas.

Fácil o difícil, la cuestión del tamaño del Estado tendría que ser uno de los temas sustantivos de la discusión presidencial cuando la economía presenta las deprimentes perspectivas que ofrece hoy y proyecta para todo el resto de la década. Pero es probable que se lo apropie la derecha, porque la izquierda no se ha liberado de su atávica inclinación a sustituir la actividad privada por el enfoque imaginariamente colectivo que representa el Estado. Es un automatismo extraño en una izquierda que hace sólo una generación vivió la experiencia del Estado como agresor. Pero así es la psicología política: extraña. Prevalece en ella la “falsa conciencia”, según el nombre que Marx le daba a la ideología. La “falsa conciencia” elimina la reflexión y la evidencia; desenfunda siempre la misma respuesta.

El de Chile es el peor de los mundos: el Estado ni siquiera sabe con exactitud cuántos empleados tiene. Según las “estimaciones” de la Dipres de junio del 2024, había entonces unos 844 mil funcionarios públicos; a la misma fecha, el INE calculaba un millón 214 mil. Una diferencia de 370 mil. El ministro Marcel desestimó esta discrepancia, centrándose sólo en los empleados del gobierno central, más cerca de la primera cifra. Pero lo que se paga con los impuestos de todo el país son los de la segunda, y ese galope es una de las explicaciones para el rastrojeo de más recaudación por Impuestos Internos, frenética como pocas veces se había visto.

El gobierno actual es responsable de haber creado a lo menos 100 mil de estos empleos. Sin esa cifra, habría tenido un desempleo cercano a los dos dígitos y no al 8,5% que tuvo hasta el año pasado. La mala noticia es que, a pesar del esfuerzo fiscal que representan todos esos salarios, el desempleo se ha vuelto a empinar al 8,8%, con cierta presión al alza, que será la probable herencia para el próximo gobierno.

De entre todas las cosas graves que se han conocido a propósito de las licencias, quizás una de las más graves es la revelación del exministro Ignacio Briones, que dijo que cuando fue a pedir apoyo al contralor Jorge Bermúdez para que los servicios apurasen sus respuestas ante la autoridad superior, este le respondió que no lo haría, porque los emplazados podrían perder sus empleos. Para este contralor con alma de ministro del Trabajo parecía más importante el sueldo de un funcionario que el uso correcto de los recursos públicos, un dilema moral legítimo para todas las personas, menos para él.

Según la definición convencional, una gran empresa es la que, entre otras cosas, emplea a más de 250 trabajadores. Sorprendentemente, los números de la Contraloría muestran que hoy numerosos municipios, remotos, poco conocidos o con baja población, son “grandes empresas”. El país está lleno de grandes empresas rotuladas como municipalidades. La mayoría de ellas no entraría en ningún ranking de eficiencia, transparencia o buen servicio.

El caso de las licencias es posiblemente el asomo de algo mayor, lo que la abogada y exconvencional Constanza Hube llamó “corrupción estructural”. La revelación de la Contraloría muestra que la práctica de utilizar licencias médicas en forma fraudulenta no es sólo extendida, sino que probablemente compartida, como cualquiera de esos implícitos que están en la cultura de todas las organizaciones.

Aún no se conoce su extensión completa. Pero con lo que ha quedado a la vista es suficiente para decir que se está cerca de un Estado corrupto. Un Estado corrupto no es sólo aquel donde se pueden comprar parlamentarios, sobornar alcaldes o pagarle a la policía, sino también aquel donde los recursos públicos han dejado de tener valor, para convertirse en contribuciones sin carga moral, que están a disposición de los más listos.

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