Opinión

Si ya no sueñas con Nueva York

Este año fue actualizado el capítulo sobre Chile del informe sobre estrategia integrada publicado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos. La nueva versión advierte sobre la pérdida de hegemonía cultural y política del país del Norte, así como de un potencial giro hacia China entre los jóvenes progresistas y de izquierda, y la necesidad de revertir esta tendencia.

Chile fue históricamente un país altamente desconfiado de Estados Unidos, incluso a nivel de sus clases dirigentes. Sólo una minoría ilustrada y liberal, admiradora de Francia en la época en que las élites ilustradas francesas admiraban a Estados Unidos, constituye la excepción a esa regla. Pero esa excepción no dura mucho, siendo casi aniquilada por el iliberalismo de todos los colores dominante entre los años 30 y los 70 del siglo XX. La Alianza para el Progreso ideada por el Presidente Kennedy como respuesta a la Revolución Cubana, y operativa desde 1961 hasta 1970, no logra revertir esa distancia. Por eso, probablemente, se recurre en la década siguiente a métodos de intervención política menos amigables.

La hegemonía cultural norteamericana recién comenzó a instalarse en Chile en los años 80, con el ascenso de Ronald Reagan al poder y la emergencia de ese ambiente extraño de “fin de la historia” que antecede a la caída de la Unión Soviética, del cual también participan Margaret Thatcher y el Papa Juan Pablo II. Previo a eso las relaciones son o bien meramente formales (Gerald Ford) o francamente malas (Jimmy Carter), y no existe a nivel popular una penetración importante de la cultura estadounidense. De hecho, la estética de la dictadura entre 1973 y 1980, así como sus principales vínculos diplomáticos, tienen mucho más de autoritarismo desarrollista asiático que de “sueño americano”. El resumen de este periodo es la gira asiática de Pinochet en 1980, que comenzaba con una visita a la Filipinas de Marcos, y que fue frustrada por intervención de Carter.

De 1980 en adelante, las cosas comienzan a cambiar: el consumo de masas nace en Chile fuertemente asociado a productos norteamericanos. La apertura a la importación de ropa usada desde Estados Unidos (“ropa americana”) ocurre en 1981, el mismo año que se estrena la primera película de la saga de Indiana Jones. En ese mismo periodo se desarrolla toda una serie de dibujos animados que reflejan, junto con el desarrollo de las consolas de juego, la influencia mutua entre Japón y Estados Unidos que marcan la infancia de toda una generación.

La Concertación es ampliamente apoyada por Estados Unidos, lo que renueva los lazos ya generados. La imaginación, el humor y la visión de mundo de todos los chilenos que fueron niños en los 80, 90 y 2000 están dominados por un horizonte totalmente estadounidense. Los chilenos aprendimos a ser individuos modernos a partir de moldes norteamericanos. “La picada del Clinton” sigue ahí como testimonio de época.

Pero el vínculo imaginario con la nación del Norte comienza a cambiar a partir de las consecuencias de los ataques a las Torres Gemelas del 2001. A eso siguió la crisis subprime de 2008, que vació de contenido moral el modelo de desarrollo norteamericano. Y, aunque todos quisieron acá también reencantarse con Obama y su “Yes, we can”, el tiro de gracia en muchos sentidos lo han dado, primero, la dinámica tóxica de la política identitaria y el puritanismo woke, y luego la reacción a esta tendencia, retratada en las dos administraciones de Trump. Estados Unidos hoy está en decadencia cultural y política, y ya no logra cautivar como lo hacía antes. Su modernidad ya no se siente moderna, sino cansada y agresiva.

El giro del interés hacia Asia no es sólo de los jóvenes progresistas, como advierte el informe, sino que abarca también a otros sectores sociales y políticos. Esto es natural si se considera que ese rincón del planeta es donde el futuro parece estar ocurriendo o por ocurrir, a diferencia de un Estados Unidos que parece perdido y nostálgico. Y también la potencia de las industrias culturales asiáticas, comparadas con la norteamericana. Revertir esta tendencia exigiría un esfuerzo colosal que no es claro que Estados Unidos esté en condiciones de hacer.

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