Sobreviviendo al margen
Nos acostumbramos a ver Santiago como una ciudad dividida de Plaza Italia para arriba o abajo. Pero esa metáfora ya no alcanza para entender la geografía política de la capital. Hoy se consolida un tercer territorio: la periferia crónica, nueva frontera urbana donde se juega buena parte de nuestro futuro.
Primero fue una periferia identitaria, formada por barrios surgidos de tomas y autoconstrucción obrera desde los años 50, que forjaron su cohesión como resistencia a la dictadura, como La Legua, La Bandera, Lo Hermida o La Pincoya. Allí, la organización vecinal y la memoria moldearon una identidad política de izquierda que aún perdura.
En los 80 y 90 vino la periferia fiscal, construida a punta de subsidios y blocks, cuando el Estado levantó viviendas, pero no ciudad. Surgieron los extramuros de Puente Alto, Maipú, Quilicura o La Pintana, donde miles de familias encontraron techo, pero no oportunidades.
Con el tiempo, esa periferia se volvió terreno político disputado. La derecha ganó espacio apelando al orden y gestión local, mientras la centroizquierda se refugió en su historia. Pero bajo esa superficie comenzó a incubarse algo más profundo: barrios donde el Estado se retiró, afloraron grupos antisistémicos, los barrabravas y el crimen organizado empezaron a regir la vida cotidiana. Así nació la periferia crónica: zonas donde la inseguridad, la precariedad y la desafección política se cruzan en un mismo punto.
La pandemia aceleró el proceso. Al cerrarse colegios y retraerse la autoridad, los vacíos fueron ocupados por redes ilegales y economías informales. El estallido social profundizó esa fractura; la quema del Metro —principal atajo a la equidad— y la destrucción del comercio de barrio exacerbaron la desesperanza; “trajimos la pobla al centro para ke vean nuestra normalidad” (sic), decía un rayado en Plaza Italia.
Lo que antes eran focos aislados hoy conforma un archipiélago urbano donde la soberanía estatal se ejerce de manera intermitente. Sus habitantes enarbolan un nuevo voto: el voto de la seguridad, que ya no responde a ideologías, sino al anhelo básico de recuperar control y dignidad. La política tradicional parece desbordada. Ni los viejos liderazgos locales ni los partidos logran penetrar una realidad que exige más presencia que discursos.
Los verdaderos referentes son pastores, dirigentes vecinales y madres organizadas que buscan proteger a sus hijos, mientras otros barrios ya fueron capturados por el narco, que financia bautizos y juegos infantiles a cambio de lealtad.
Mientras algunas candidaturas proponen expandir esta periferia precaria o consolidar las tomas, quienes participamos del grupo programático de Evelyn Matthei proponemos recuperar el programa Corazones de Barrio junto a todas esas comunidades, con equipamiento, comercio y servicios; no solo como tarea de seguridad, sino como el desafío urbano, social y político más urgente de nuestra generación.
Mientras no logremos construir ciudad también en la periferia, Chile seguirá dividido, no entre arriba y abajo, sino entre quienes viven bajo el amparo del Estado, o pese a su ausencia, o peor aún, sobreviven bajo el yugo del narco que lo reemplazó.
Por Pablo Allard, arquitecto, y Jonathan Orrego, licenciado en geografía
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