Cafés con piernas: la ruta erótica que sobrevive en Santiago
Entre luces de neón y cortinas negras, aún late un ritual masculino en el centro de Santiago: los cafés con piernas. Popularizados en los años 80, con una historia de auge y declive, hoy siguen formando parte de la rutina —e incluso del circuito turístico—, en un fenómeno que solo existe en Chile.

—Ven, conversemos afuera —solo alcanzo a ver las luces disco y me empuja para salir del café— No puedes entrar.
—¿Por qué? —pregunto ingenuamente.
—¿Cómo que porqué? —responde enojada la señora de pelo rubio y ruliento— Soy la dueña y tú no puedes entrar por ser mujer.
Así empieza mi travesía por el corazón santiaguino, en la esquina de Huérfanos y Estado donde está el Pasaje Diagonal Matte. Una calle techada que entre joyerías y sastrerías oculta una recurrente práctica del hombre chileno, una tradición para el oficinista o del señor que busca compañía. Aquí, detrás de cortinas negras y letreros neón, hay una mujer sirviendo café... con piernas.
***
Suena un mix de eurodance y un hombre vestido de negro me recibe: “Pase nomás. Aquí disfrutan hombres y mujeres”, mientras le ordena a una chica que me atienda. Me siento en la barra que contornea el interior del Café Ikabarú, frente a una pared que está cubierta de espejos que reflejan las luces disco. Se acerca Silvana, una mujer venezolana de 22 años que oculta su identidad detrás de este seudónimo, y me saluda con un cariñoso beso en la mejilla. Lleva puesto un baby doll negro y unos enormes tacones. Es la más recatada entre sus compañeras, quienes visten bikinis fluorescentes de tiras con la tela exacta para tapar los pezones y pubis.
Me trae un espresso, y a la par le lleva un chocolate caliente con crema y chispitas de arcoíris a quien ella considera su cliente regalón. Es mediodía y en el local solo hay dos señores terneados que apretujan a las chicas contra sus regazos a la par que juzgan mi presencia. Entre toqueteos y risas tímidas, Silvana me dice que trabaja hace tres meses en el café y nunca había visto a una mujer como cliente.
Tras el fallido intento de entrar al Café Gazu, me cuestiono si siempre han estado prohibidas las mujeres en este espacio. ¿Le incomoda a los hombres ver mujeres que no son objeto de placer? ¿Por eso me echaron? O quizás las chicas no quieren atendernos, pienso.
—¿Te incomoda atender a mujeres? —le pregunto a Silvana.
—No, mientras dejen propina yo las atiendo feliz.
Por quinientos pesos el cliente puede escoger qué música escucharemos. La rocola no siempre funciona, y justamente a un hombre sin paciencia le tragó la moneda. No suena el mix de Alejandro Sanz que él quería, así que le pide ayuda a la cajera que estaba en el otro extremo del café. Después de la llegada de varios clientes y un par de cafés calientes, consigue impregnar de romanticismo el ambiente.
Mientras a las otras mujeres les masajean la espalda y las piernas, Silvana me cuenta que está estudiando Pedagogía en Inglés y que apenas se titule dejará este lugar. Con ojos afligidos declara que no le gusta cuando la aprietan para acercarla a ellos, y que prefiere cuando los clientes solo quieren ser escuchados. Reclama que van “demasiados viejos” para su gusto, ya que asisten muchos hombres fieles al Ikabarú desde su inauguración. También esquiva revelar información de su vida personal, pues le asusta que algún admirador la siga. Por lo mismo, ella y sus compañeras de trabajo prefieren usar nombres falsos que protejan sus identidades.
A través del espejo veo a otra joven extranjera que está en Instagram mientras el cliente apoya firme las manos en su trasero. No se hablan ni se miran. Por contrato, las chicas están obligadas a acompañar a los consumidores todo el tiempo que estén en el café. Da lo mismo si conversan, bailan o hay un exceso de contacto físico, lo importante es que se note que son mujeres de compañía.
Las tripas ya crujen y el local se llena, los oficinistas están en la hora de colación y la joven empieza a excusarse para dejar de atenderme e ir por sus hambrientos clientes. Las chicas hacen notorio que dificulto sus labores, entonces decido irme. Silvana se despide con el mismo beso cariñoso de bienvenida.
***
En 1982 la cadena de cafés Haití impuso la moda de que las garzonas atendieran en minifaldas. No obstante, con el regreso de la democracia y la libertad, el Café Ikabarú llevó el concepto más allá: las mujeres atenderán en paños menores.
Estos espacios de lujuria, que se encargaron de saciar a una sociedad que recién comenzaba a vivir sin restricciones, llenaron cada esquina y galería de la capital. En su apogeo existieron más de 100 cafeterías eróticas en el centro de Santiago, sin embargo en 2015 el municipio clausuró sesenta locales por trata de personas, explotación sexual infantil y abuso de drogas. Actualmente no hay un catastro de cuántos cafés con piernas quedan, pero sigue siendo parte de la rutina e incluso una atracción para los turistas, ya que solo existen en Chile.
***
Tras volver a la luz del día, el murmullo de la capital me llena los oídos con los pasos apresurados, los gritos de vendedores ambulantes, y el canto de los músicos callejeros. Entonces, veo a un hombre vestido con ropa deportiva azul y una bicicleta salir del Café Gazu. Es Carlos Soto, un cliente de 51 años que frecuenta estos sitios desde su juventud. Conoce cada cafetería erótica del corazón santiaguino y sus alrededores, pero explica que la maldad ocurre en una esquina de Mac Iver, donde paradójicamente está la Basílica de la Merced.
Carlos es extrovertido y le gusta hablar sin pudor, así que me invita a su ruta de la lujuria. La siguiente parada es el Club de Toby en Avenida Nueva Providencia.
Una intensa luz azul llena cada rincón del lugar y resalta las lentejuelas que visten las bailarinas, cuelgan bolas disco desde el techo y la música ochentera retumba por los parlantes. El club recién comienza su jornada a las 3.00 de la tarde y no parará hasta la madrugada. Aquí la noche es un estado permanente.
En esta ocasión los meseros son hombres, ya que las chicas se deben preocupar de entretener al consumidor con la atracción principal del club: los stripteases, donde la mujer baila sensualmente mientras se desnuda. Para ello, hay un escenario al centro del lugar con varios caños que delimitan el borde. Detrás de esta plataforma, se esconde un camarín para las trabajadoras, no obstante muchas llegan listas para laburar con abrigos gigantes que ocultan una realidad pecadora para la sociedad. Cuelgan sus pertenencias en el perchero de la entrada, pero no le pierden la vista a sus carteras pequeñas que guardan las propinas y el maquillaje para retocarse.
En las paredes hay letreros que prohíben usar celulares, especialmente sacar fotos. Es una manera de pactar silencio con lo que ocurre adentro, y si no lo cumples pueden echarte. Sin embargo, las chicas están sentadas viendo sus teléfonos mientras se graban y sacan selfies.
Se interrumpe la onda pop y suena Gata Only de los cantantes Cris MJ y FloyyMenor. Comienza el show de Rubí, una mujer de pelo negro y de mirada intensa que usa un bikini blanco y cadenas en la cadera que contrasta su bronceado. Juguetea con los caños, se arrodilla, arquea la espalda y repite los movimientos al ritmo del reggaeton. En tanto, nos mira orgullosa de su baile, como si nuestra aprobación le hiciera sentir placer.
—Ahora hacen topless —dice entusiasmado Carlos cuando suena Mutter de Rammstein— si no se lo saca, reclamamos —se ríe.
En efecto, Rubí alza los brazos al compás suave de la música, y sin apuro se desabrocha el sostén para dejarlo caer. La canción termina y ella desaparece detrás del escenario.
Hay solo un cliente aparte de nosotros y se sienta frente a las mujeres, pero no lo atienden hasta que saca su billetera. Se le acerca una joven pálida de pelo rubio que viste de sostén y calzón blanco de vuelos. Ella no tarda en llamar al mesero; un champán para ella y un segundo whisky puro para él, y así sucesivamente.
Devanir Da Silva Concha, antropólogo social especializado en género, plantea que estos espacios eróticos pertenecen a la esfera del privilegio masculino que socialmente se acepta. Pero que también forman parte del espectáculo del erotismo que teatraliza la interacción tradicional del hombre, con la lógica de hacerle creer al cliente puede obtenerlo todo.
Carlos concuerda con ello. Para él, los hombres vienen por la ilusión de que mujeres bonitas los “pesquen”. Dice que los señores mayores saben que no tienen nada que ofrecer aparte de dinero, entonces se acostumbran y crean una relación platónica. Él ni siquiera puede ofrecerles eso porque está cesante, así que se conforma con observar.
Mientras la chica le toquetea la entrepierna por encima del pantalón al señor y le susurra dulcemente, Carlos me dice que es hora de irnos. Nos despedimos al ritmo que se inundan mis sentidos con el ruido de una ciudad cansada de la jornada laboral. Vuelvo a la rutina con una mezcla de sensaciones, y me pregunto quién realmente maneja la situación, si ellas con sus sensuales movimientos o ellos según cuán abultadas sean sus billeteras.
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*Esta crónica fue realizada en el marco del curso Reporteo Avanzado (Universidad de Chile), impartido por la periodista y docente Amanda Marton
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