Por Patricia MoralesEl alza silenciosa del VIH en mujeres: por qué Chile no logra frenar los contagios
Aunque el VIH sigue afectando mayoritariamente a hombres, la proporción de mujeres diagnosticadas ha crecido sostenidamente en la última década. Cambios en las prácticas sexuales, desigualdad de género y un sistema de salud que no logra prevenir ni retener a tiempo explican por qué hoy ellas están más expuestas.

El mapa del VIH en Chile está cambiando. Aunque la mayoría de los nuevos casos sigue concentrándose en hombres, la proporción de mujeres diagnosticadas ha crecido de forma sostenida durante la última década. De hecho, nuestro país registra el mayor aumento porcentual de nuevos casos de VIH en América Latina durante estos diez años.
Según las cifras oficiales, mientras que a comienzos de la última década las mujeres representaban entre el 12% y el 14% de los nuevos diagnósticos, hoy alcanzan una cifra cercana al 19%. Ese aumento no parece brusco a simple vista, pero revela una tendencia persistente. En 2023, por ejemplo, se registraron 853 mujeres diagnosticadas con VIH, equivalentes al 17,8% de los 4.795 casos totales. Al año siguiente, aumentó un punto porcentual, llegando a 18,7%. Así, aunque no de manera explosiva, el grupo femenino gana presencia en una enfermedad históricamente asociada a los hombres.
¿Qué cambió?
Carlos Becerra, director de AHF Chile, explica que la forma de transmisión del VIH en nuestro país no ha cambiado. “Acá las transmisiones son por relaciones sexuales, no existe circulación asociada al uso de drogas intravenosas, ni tampoco transmisión vertical, de madre a hijo. Esto último gracias al testeo obligatorio durante el embarazo y al tratamiento inmediato cuando se detecta un caso positivo”.
Por eso, el aumento en mujeres no se explica por nuevas vías de contagio, sino por cómo han cambiado las prácticas sexuales. Una de ellas es el sexo anal, una práctica de mayor riesgo por razones fisiológicas: “La cavidad anal no es lubricada, es una piel de menor calidad y puede haber heridas con mucha más frecuencia que en la penetración vaginal”, detalla Becerra. Aunque por mucho tiempo se asoció sólo a parejas del mismo sexo, hoy también se observa en parejas heterosexuales. Y cuando se realiza sin condón ni lubricante, el riesgo de transmisión aumenta de forma significativa.
A esto se suma un fenómeno sociocultural. Las nuevas generaciones crecen con mayor libertad para explorar su sexualidad, menos estigma hacia la diversidad y más naturalización de prácticas que antes eran marginales. “Hoy las nuevas generaciones no tienen esta aversión a la diversidad que había antes. No son mal vistas las exploraciones ni diversificar los tipos de prácticas; es algo normal”, afirma Becerra. Y esos cambios, dice, también transforman las prácticas sexuales de las mujeres.
Otros factores estructurales
Existe un elemento estructural que explica por qué las mujeres están quedando más expuestas al VIH y es la desigualdad de género dentro de las relaciones heterosexuales: a muchas mujeres les cuesta, o derechamente no se atreven a negociar el uso del condón. “Si ellas lo piden, sienten que es mal visto”, explica Carlos Becerra. Según el especialista, todavía opera la idea de que es el hombre quien “debe” llevarlo y decidir su uso y esa dependencia, deja a las mujeres en una posición más vulnerable.
El problema se agrava en vínculos donde hay coerción o violencia. Becerra señala que “hay un grupo de hombres que no le gusta usar preservativo y, sin consentimiento de la mujer, se lo sacan”. Y en el caso de niñas y adolescentes, la situación es aún más crítica: Chile registró más de 8.000 delitos sexuales en 2023 contra menores de edad. En ese contexto, la posibilidad de exigir protección simplemente no existe. “Por supuesto que ahí no se usa condón ni ellas tienen la posibilidad de plantearlo”, afirma.
Y si bien el aumento de casos en mujeres revela un cambio en la composición de los contagios, hay un dato que preocupa aún más: Chile no logra disminuir su cifra global de nuevos diagnósticos. Tras el peak de 2018, la caída registrada durante la pandemia no obedeció a una mejora sanitaria, sino a la baja en el número de test. Una vez recuperado el testeo, los contagios regresaron a niveles similares a los de hace diez años.
Según Carlos Becerra, esto resulta especialmente inquietante para un país donde el tratamiento es efectivo y está disponible: “Seguimos estando igual, a pesar de todo lo que se ha hecho”. Uno de los problemas principales es la baja adherencia: aunque Chile cumple “justito” la meta internacional de tener identificadas al 95% de las personas que viven con VIH, solo el 78% permanece en tratamiento continuo, muy por debajo del estándar recomendado. “Si tú te pierdes, nadie va a buscarte”, explica. Las razones no son individuales: factores psicosociales, movilidad territorial y falta de seguimiento provocan que muchas personas abandonen la atención.
A eso se suma un testeo insuficiente en etapas tempranas. Cerca del 40% de los nuevos diagnósticos se pesquisa en etapa sida, cuando la persona consulta por una infección grave y muchas complicaciones ya son irreversibles. Y, como advierte Becerra, eso explica que aún existan alrededor de 150 muertes anuales por sida en un escenario donde no debería ocurrir ninguna.
El contraste más claro es Australia, un país que hoy está cerca de eliminar la transmisión del VIH. Allí la estrategia combinó educación sexual integral obligatoria en las escuelas, acceso masivo a condones en espacios públicos y la incorporación de la PrEP para quienes tienen prácticas sexuales de riesgo. A eso sumaron sistemas de seguimiento que no pierden a las personas en tratamiento.
Para Becerra, detrás del estancamiento en la reducción de casos hay un problema estructural que Chile no ha querido abordar: la educación sexual. Los países que han logrado disminuir los contagios entienden la sexualidad como parte integral de la salud, mientras que en Chile aún se discute más desde lo valórico que desde lo sanitario. “Acá no hemos logrado comprender que la educación sexual es una herramienta de salud pública”, advierte.
En el caso de las mujeres, y especialmente de niñas y adolescentes, uno de los objetivos es empoderarlas para tomar control de su sexualidad, del mismo modo en que se hizo con la anticoncepción. “En Chile esto funcionó muy bien para evitar el embarazo adolescente. Empoderar a la mujer que tomaba sus pastillas hizo que el embarazo adolescente bajara significativamente”, explica Becerra. “Una cosa similar debiera pasar con el uso del condón”. La posibilidad de exigir protección sin que eso signifique sospecha, juicio o violencia.
Desde la política pública han existido algunos avances, aunque todavía insuficientes. En casos de agresión sexual, por ejemplo, las víctimas pueden acceder a medicamentos que previenen el contagio de infecciones de transmisión sexual, incluido el VIH. “Es como una píldora del día después, pero para VIH. Y hay otra para gonorrea y clamidia”, explica Becerra. Estos tratamientos están disponibles hace algunos años como parte del GES, lo que los hace exigibles en todo el país. A esto se suma la reciente Ley de Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, que busca abordar justamente las formas de abuso vinculadas al machismo y la inequidad de género.
Pero, insiste Becerra, falta mucho para que Chile trate la sexualidad como parte de la salud integral de una persona. Y ahí aparece una ausencia crítica: “Chile no cuenta con centros de salud sexual, espacios dedicados exclusivamente a educación, prevención, consejería y exámenes periódicos”. En otros países, señala, existen lugares donde cualquier persona puede consultar regularmente por infecciones de transmisión sexual, resolver dudas según su etapa de vida, desde la adolescencia hasta la menopausia, o acceder a exámenes de control sin necesidad de un motivo específico.
En Chile, en cambio, este tipo de atención está dispersa. Lo más parecido son los centros de salud familiar o las consultas con matronas, pero en general “van ahí las mujeres que están embarazadas. No es un tipo de atención accesible para todos, tampoco existen centros así tal cual, denominados centros de salud sexual”.
“Ese es el gran debe que tenemos como país: entender que esto es parte de la salud y no tiene nada que ver con que seas católica, evangélica, de derecha o de izquierda”, afirma Becerra. La falta de estos espacios deja a adolescentes, mujeres jóvenes, personas LGBTIQ+ y adultos mayores sin un lugar al que acudir para resolver dudas, recibir consejería o hacerse controles preventivos, salvo en contextos puntuales como el embarazo. “Si no ponemos el foco ahí, vamos a seguir teniendo todos estos problemas, a pesar de que están todas las herramientas para poder resolverlo”.
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