Hablemos de amor: crónicamente soltera
Sofía siempre fue la única soltera entre sus amigos. Aunque disfruta de su independencia —y ha aprendido a quererse en soledad—, no deja de anhelar una conexión real. Una donde el amor no signifique renunciar a sí misma.

“Tenías que ser perfecta”, “no podías bajar tus notas”, “no quería decepcionar a mis padres”, sonaba en mi cabeza cuando era adolescente. Por eso, nunca me atreví a darle un espacio al amor romántico. Y sí, tuve oportunidades donde era correspondida, pero opté por rechazarlas. En realidad, mi único pololeo formal duró dos meses y medio, cuando tenía 16 años y me fui a Nueva Zelanda de intercambio. Claro, estaba lejos de casa y las notas no contaban.
Cuando entré a la universidad caí rendida por un compañero. Decidí jugármela: me iba a declarar. Incluso hice una encuesta entre mis amigos más cercanos para asegurarme de que era una buena idea. Terminando el semestre lo hice, y fue la mayor friendzone de mi vida. Pero no me arrepiento del tremendo mensaje cursi que le mandé.
Después vinieron amores fugaces, pero nada formal. Algunos quizás pudieron haber llegado a puerto, pero siempre alguno tenía que irse de la ciudad. De hecho, he pasado largos períodos sin que me guste nadie o sin pinchar con nadie. Es como si mi vida amorosa se hubiese detenido en el tiempo.
Durante un periodo me aferré a la idea de que estaba trabajando en mí misma y que estaba creciendo personalmente. Y si bien eso era cierto, a medida que pasaba el tiempo, se volvió difícil no cuestionarme o sentirme sola, sobre todo cuando, en los grupos de amigos, yo era siempre la única que no estaba en pareja. Últimamente me pasa que, incluso cuando decido poner mis límites y hacer cosas sola —todo para no tocar el violín— igual termino en esa situación.
Hace poco estuve de visita en Santiago y quise ir a la rueda de la fortuna del Parque Araucano. Mi hermana y su pololo me ofrecieron acompañarme, pero les dije que no, que quería ir sola. Cuando estaba a punto de subir, no encontraron nada mejor que subirme con una pareja. Éramos solo nosotros tres. En cuanto entendí que no subiría nadie más, quise que me tragara la tierra. Para romper el hielo les tiré un chiste, y ellos fueron súper amables. Para aliviar la incomodidad, dijeron que para efectos de la actividad, los tres seríamos panas. Igual, me dio una lata terrible.
También he tenido que lidiar con el clásico “¿Y para cuándo el pololo?”, de parte de un familiar. Solo me limito a decir: “No existe”. A veces, mis amigas también me preguntan si apareció alguien. Me limito a decir que no.
Claro, al no estar en pareja y no tener un proyecto compartido, he podido tomar mis propias decisiones: irme de intercambio, avanzar profesionalmente, viajar sola. En definitiva, tener muchas citas conmigo misma: llevarme a museos, cenar sola, tomar aviones sola. Y la verdad es que me gusta, lo disfruto bastante.
Este 14 de febrero lo pasé sola en Madrid, paseando por sus calles una tarde soleada de invierno, mientras hacía una escala antes de volver a Chile. Me regalé mi plato favorito en mi restaurante favorito, una puesta de sol y un poema improvisado (había un chico con una máquina de escribir: le dabas una premisa y te escribía un poema). Veía muchas parejas y pensaba: “Qué bien que existe el amor. Así como está disponible para ellos, eventualmente también lo estará para mí”.
Sí, anhelo tener un compañero de vida que me apañe. No es que me falte algo, pero a veces, simplemente, dan ganas de compartir. De conversar de tonteras, de caminar en silencio, de tener a alguien que celebre lo cotidiano contigo. Eso sí, también necesito que entienda que quiero mi espacio, que disfruto estar sola, y que a veces voy a querer viajar por mi cuenta, sin que eso signifique distanciarme. Porque si algo he aprendido en estos años, es que estar con alguien no puede implicar dejar de estar conmigo.
Por ahora lo único que me queda es simplemente abrazar mi soltería crónica, confiando en que, en algún momento, llegará alguien con quien realmente conecte y que me haga sentido.
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