Paula

Hablemos de Amor: El silencio que llega con la preadolescencia

Daniela consiguió el silencio y la calma que tanto soñaba cuando sus hijos eran chicos. Hoy, con hijos preadolescentes, extraña el ruido que nunca pensó que podría extrañar.

Cuando mis hijos tenían 3 y 5 años, recuerdo claramente una tarde, en esa hora crítica entre las 7 y las 9 p.m. Gritando le comenté a mi marido, que venía entrando a la casa, que ya no era capaz de imaginar, ni pensar, ni escuchar nada, ni siquiera mi voz interior. Que mis hijos llenaban todos mis espacios y que todo era, todo el día, ruido y caos.

Cinco o siete años más tarde, hoy todo es más silencioso, y nadie me advirtió que esto vendría con mis hijos: la menor en la preadolescencia y el mayor en plena adolescencia, dos etapas muy distintas a lo que fue la niñez. Una niñez que realmente pasó volando y que jamás me detuve a pensar que algún día podría extrañar.

Hoy vivo en un limbo extraño de la maternidad. Donde la más pequeña me pide un día que “por favor no baile, qué cringe eres mamá”, cuando hace solo un par de horas prácticamente me pedía a gritos que ojalá le bailara y cantara todo el día para hacerla feliz. O con mi hijo mayor, que hacía monólogos y hoy me pide ir en silencio en el auto porque está muy cansado de hablar tanto.

No me acuerdo en qué momento fue la última vez que les pedí silencio, y hoy, paradójicamente, a veces quiero sus monólogos de vuelta. No sé en qué momento dejé de escucharlos; solo sé que un día ya no estuvieron más.

Y ahora, a cambio, recibo un par de gruñidos cuando tengo la audacia de preguntarle por su día. Porque no, no he dejado de preguntarle. Me niego a no saber de su día y llenar con silencios los pocos momentos que tenemos para estar juntos.

Los ruidos han bajado. Ya no me piden que juegue con ellos, ya no me piden el cuento de la noche, ya no vienen a mi cama llorando y con susto por las noches. Ya no me preguntan por qué la luna sale y el sol se esconde, ni por qué no podemos tener a los dinosaurios de mascotas. Ahora les doy cringe si les pregunto algo. Pareciera ser que las preguntas se acabaron y que ahora tuvieran todas las respuestas. El silencio que tanto pedía, la calma que tanto soñaba cuando mis hijos eran chicos, llegó con fuerza y también con un poco de soledad.

Y es en esos desencuentros comunicativos de cada día —donde me conversan de lo que ellos quieren y no dejan que les pregunte tanto— que también estoy aprendiendo a conocer a estos nuevos hijos. A veces hasta me pasa eso, siento que en algún momento me los cambiaron, y que les cambiaron sus caritas de guaguas cachetonas por un híbrido entre niño y joven que es igual a mi foto vergonzosa de los 12 años.

Porque también me veo en ellos y en los años que se les vienen de “adolecer y sufrir”, y no quiero que la de ellos sea tan literal al término. Sé que lo que se les viene es difícil y que la adolescencia que tendrán ellos no será ni remotamente parecida a la que tuve yo. Que toda la tecnología ha venido a hacer aún más complejo el mundo en el que conviven junto a sus pares.

Por eso valoro, a pesar de todos los silencios y a veces desajustes en la comunicación, ese momento entremedio del día, que cada vez estoy aprendiendo a apreciar más. Una mirada, una risa, un abrazo, o cuando vienen y se tiran encima mío y me dicen un “te quiero”, un “¿y tú cómo estás, mamá?” o un “¿qué opinas, mamá?”.

Y con eso, en ese momento presente, dejo atrás por un rato esa pequeña pena que se ha instalado en mi alma de mamá. Y, al final de cada día, de nuevo en el silencio, agradezco —en esos pequeños gestos de mis hijos— que la mamá sigue ahí para ellos. Me reafirmo, se que soy y seguiré siendo ese lugar seguro y de amor, con alto cringe, pero incondicional y a toda prueba.

Si como Daniela (@momiblog) tienes una historia que compartir, escríbenos a hola@paula.cl.

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