Por Constanza PalmaMi mascota y yo: el primer perro de mi vida
Entre entrenamientos, juegos y rutinas compartidas, Milo pasó de ser un desafío inesperado a convertirse en un compañero inseparable. Hoy, cuatro años después, el vínculo que une a Milo con Loreto va mucho más allá de la tenencia responsable. Es parte de su familia y llegó a redefinir su forma de amar y habitar la cotidianeidad.

Son cerca de las tres de la tarde cuando el celular de Loreto vibra con la notificación de siempre, esa que marca el ritmo de la jornada. Milo ya viene de regreso. El furgón se detiene afuera del departamento y, antes incluso de que la puerta se abra, los ladridos lo anuncian. Apenas baja, Milo no camina, salta. Corre directo hacia ella y se le lanza encima, como si el reencuentro fuera una fiesta.
Era un sábado en la noche hace cuatro años, cuando revisando Instagram, Loreto se cruzó con la publicación que cambiaría su vida para siempre. Una foto de una camada de cachorros negros y peludos le removió el corazón. Sin mucha conciencia de lo que hacía contactó a la fundación de animales que había realizado la publicación para consultar por la adopción. La respuesta fue rápida e inesperada: al día siguiente llegaría Milo, el nuevo integrante de su familia.

Milo fue el primer vínculo de Loreto con una mascota. Nunca antes había tenido una y, al recordarlo, sonríe: “Era como un peluche y no sabía ni cómo tomarlo”. Tenía apenas unas semanas de vida cuando llegó a su departamento, pequeño y temeroso, escondiéndose bajo el sillón y llorando cada noche, como si el espacio nuevo le quedara demasiado grande.
Hubo un día que marcó un quiebre. Loreto acababa de regar las plantas cuando Milo, inquieto, comenzó a correr sin rumbo. En su desorden botó los maceteros y la tierra húmeda se esparció por todo el piso cubriéndolo de barro. Loreto se quedó mirando el desastre y rompió en llanto. “No puedo con esto”, pensó. Por primera vez dudó de si sería capaz de seguir teniendo un perro.

Pero pasaron los días, luego las semanas, los meses. Milo comenzó a asistir a sesiones de entrenamiento, recibió orientaciones de un etólogo y poco a poco su comportamiento cambió. El miedo se fue transformando en confianza y el caos en juegos y diversión. Hoy Loreto asegura: “No me imagino mi vida sin él. Es una preocupación constante, pero por otro lado esa preocupación se transforma en pura felicidad y amor”.
La escuela de perros
Milo tenía apenas diez meses cuando comenzó a asistir a Dog Mates, una guardería para perros que apareció como una solución necesaria. El departamento donde vive con Loreto no es grande y, a medida que él crecía, su energía parecía desbordar cada rincón. Necesitaba largos paseos, juegos y constante movimiento, pero las jornadas laborales de Loreto no siempre le permitían estar todo el día a su lado, así que decidió buscar un lugar donde no solo lo cuidaran, sino donde también pudiera aprender a relacionarse con otros perros.

Dog Mates ofrecía justo eso. Amplios espacios para perros de todas las razas y un servicio de traslado que los recogía por la mañana y los devolvía por la tarde. Aun así, el comienzo no fue fácil. “Los primeros días fueron terroríficos”, recuerda Loreto. Milo se resistía a subir al furgón y, en su primer día, terminó envuelto en una pelea. “Pensé que lo iban a echar”, recuerda entre risas.

Con el tiempo, todo cambió. Milo se adaptó, aprendió las rutinas y encontró su lugar. Hoy es uno de los pocos perros que asiste todos los días, y lo ha hecho de forma ininterrumpida por casi cuatro años. Loreto cuenta que los cuidadores lo adoran, que lo tratan con un cuidado especial, y que incluso ya se ha graduado tres veces. Milo, el cachorro asustado, terminó convirtiéndose en un alumno destacado.



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