Paula

Mi mascota y yo: ser familia de acogida nos volvió compañeras

Sofía Bertoni estudió Medicina Veterinaria y, desde entonces, su casa —la misma que comparte con su mamá, Marisol Bravo— no ha dejado de abrirse a perros sin hogar. Lo que partió como una herencia se volvió rutina compartida: ya son más de cien los que han pasado por ahí. Algunos solo de paso, otros —como la Maqui o Milka— llegaron para quedarse.

Fotos: Alejandra González

Desde niña, a Sofía Bertoni le enseñaron el amor hacia los animales. Su madre, Marisol Bravo, nació en el campo y desde pequeña sintió un cariño especial por ellos. En su casa siempre hubo mascotas, y lo mismo replicó cuando formó su propia familia. “Mi amor por los animales fue desde que nací. A mi mamá le fascinan y siempre nos inculcó a mí y a mis hermanos a quererlos”, cuenta Sofía.

Aunque siempre hubo animales en su casa, fue cuando Sofía entró a estudiar Medicina Veterinaria que ese amor tomó otra forma. Durante su carrera universitaria, ella y su mamá comenzaron a involucrarse con fundaciones de rescate animal y, sin darse cuenta, desarrollaron la necesidad de ayudar y darles una casa a los perros sin hogar.

Así empezó a crecer su familia perruna. Hoy Sofía y su familia han adoptado a seis perros, cada uno con su propia historia. El primero en llegar fue la Coca. “Era época de elecciones y cuando iba en el auto vimos una cosita negra debajo de una pancarta”, cuenta Marisol. Pararon, preguntaron en las casas cercanas, y al no encontrar a nadie, Marisol dijo: “Nos la llevamos”.

Chincol, en cambio, es cien por ciento de Sofía. Lo encontraron en la calle y mandaron un aviso por WhatsApp. Ella había decidido tener un perro propio, y al ver su foto supo que era él. Le escribió a su mamá y Marisol, entre risas, recuerda que su respuesta fue: “Tráelo, pero no le digas a tu papá”.

Pero esta madre e hija no se quedaron ahí. Hace casi diez años que Sofía y Marisol son hogar temporal. Hasta hoy, su casa ha alojado a más de cien perros, algunos por fundaciones, otros que ellas mismas han encontrado. “Empecé porque una de las fundaciones me pidió ayuda con un perro y, después de preguntarle a mi mamá, les dije que podía. Pero empezamos de a poco, máximo una vez al año”, cuenta Sofía.

Así fue como llegó la Maqui. “De todos mis hogares temporales, nunca me había quedado con un perro. Hasta la Maqui. Su historia me cambió”, dice Sofía. La encontraron junto a su hermano muerto. Nadie se le podía acercar: era muy agresiva y difícil de tratar. Tuvieron que dardearla para rescatarla de la calle.

Pensó que nadie la iba a adoptar, pero estaba determinada a ayudarla. “Lo único que hice fue “cariñoterapia”. Me sentaba en la mitad del patio, y me quedaba ahí. De a poco se fue acercando, hasta que logró entrar a la casa”, cuenta. Cuando alguien quiso adoptarla, supo que no podía dejarla ir: “Es mi niña”, dijo.

Algo similar pasó con Milka, la última perrita adoptada. La encontraron entremedio de un colchón, con sus dos cachorros que aún no abrían los ojos. Se llevaron a los tres a su casa, los cuidaron y comenzaron la búsqueda de un hogar. Los cachorros fueron adoptados, pero Milka no. “Es una exquisita. Intentamos buscarle casa, pero no encontramos. Así que nos quedamos con ella”, cuenta Sofía.

Con el tiempo empezaron a aceptar más perros, no siempre con la aprobación de Marisol. “A veces era hogar temporal cuando mi mamá no estaba”, dice Sofía entre risas. “O cuando me iba a la playa aceptaba perros allá sin que ella supiera”. Pero poco a poco se convirtieron en un equipo. Con trabajos exigentes, sabían que necesitaban acompañarse también en eso.

Se volvieron comunes ente ellas los mensajes por whatsapp con fotos de perros y el texto: “Me lo llevo a la casa”. Marisol recuerda uno en particular. Estaba con su marido en el sur, en un paseo con un grupo de aficionados a los autos antiguos. “Vi a un perro en un paradero, todo mojado, mirando a la gente como pidiendo ayuda. Llovía que se las pelaba y pensé: ¿Cómo lo voy a dejar aquí?”, cuenta. Abrió la puerta de la camioneta, subió al perro y mandó la foto: “Me lo llevo a Santiago. Espérame con todo”.

Actualmente tienen un perro de acogida. Se llama Uno. “El nombre es un número, porque si le ponemos nombre, nos vamos a encariñar”, explica Sofía. Este perro mestizo estilo braco alemán lo encontró Marisol afuera de una tienda en Maitencillo, flaco y con frío. “Tenemos que engordarlo, castrarlo y ahí lo damos en adopción”, dice.

Hoy Uno convive perfectamente con los otros perros. Sofía insiste en que tener un hogar temporal es más sencillo de lo que parece, y que no representa un riesgo para los animales que ya viven en casa. “Muchas veces hay miedo de que los perros se peleen o no se lleven bien, pero lo cierto es que se adaptan. Puedes probar, y si no funciona, se conversa con la fundación. Tu perro no va a sufrir, y tú vas a estar cambiando una vida”, asegura.

En la actualidad, ayudan en el proceso de cuidado y adopción de diferentes fundaciones, principalmente Pav Vichuquén (@pav_vichuquen) y Maitencillo adopta (@maitencilloadopta). A pesar de vivir en Santiago, decidieron colaborar con agrupaciones de fuera de Santiago porque “nos dimos cuenta que las fundaciones de región necesitaban más nuestra ayuda, porque hay menos gente para ayudar”, explica Sofía.

Desde esa experiencia, comparten otras formas de ayudar que no requieren dinero ni espacio. Marisol enlista algunas: participar en jornadas de adopción, ayudar con la difusión en redes, ofrecerse para hacer traslados o donar cosas en desuso como mantas, casas o remedios. “A veces basta con un pequeño gesto para cambiarle la vida a un perro”, dice.

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