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Mirada Paula: el lenguaje secreto de la rosa damascena

Gonzalo Pérez conoció la rosa damascena en Bulgaria y quedó tan impactado por sus propiedades que decidió traerla a Chile. Junto a Lua, crearon Native Rose: un proyecto pionero que cultiva esta flor milenaria, extrae su aceite esencial y abre las puertas del rosal para ofrecer productos de bienestar, ceremonias, cosechas colectivas y círculos de mujeres.

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Gonzalo Pérez estaba estudiando en Alemania cuando, antes de rendir un examen oral, alguien le ofreció oler aceite esencial de rosa. “Yo siempre fui pésimo para los exámenes orales, me ponía muy nervioso”, recuerda. Pero ese día, algo cambió: “Olí esa esencia y sentí una tranquilidad inexplicable”. Intrigado, preguntó de dónde venía. Le dijeron que de una flor cultivada en Bulgaria, en el Valle de las Rosas.

Esa misma tarde tomó un bus y al día siguiente ya estaba en Kazanlak, una región conocida por sus extensos campos de rosa damascena. “Es como camino a la costa, cuando pasas el túnel y aparecen las viñas, pero allá eran rosas. Rosas por todos lados”, dice. Quedó tan impresionado que decidió volver cuatro años seguidos, visitó el Museo de la Rosa y se dedicó a entender cada parte del proceso. “Me cerraron las puertas muchas veces, pero yo insistía. Tenía claro que quería traer ese proyecto a Chile, no solo el aceite, sino el conocimiento completo: cómo se cultiva, cómo se extrae, todo”.

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No fue fácil. “Acá en Chile traer plantas es complejo, así que al final trajimos muestras biológicas. Como huevitos”, explica Gonzalo. Con esas pequeñas muestras y la ayuda de un laboratorio, lograron recuperar las plantas y dar vida al primer cultivo de rosa damascena en el país.

Luego vino la búsqueda de un suelo y un lugar adecuado. Y en esta parte de la historia hay algo de destino o magia. Hicieron pruebas desde Ovalle hasta Temuco, recorriendo el país en busca del terreno ideal. Y el lugar terminó siendo el que menos esperaban: el campo donde Gonzalo había pasado parte de su infancia.

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“Nunca se me había ocurrido probar acá. Me di una vuelta larga buscando el lugar perfecto para la rosa, y era aquí mismo, en las tierras de mi familia”, dice. No era solo una coincidencia emocional. Las condiciones eran casi idénticas a las de Kazanlak: un microclima con temperaturas extremas —mucho frío en la mañana y en la noche, calor durante el día— y una tierra muy nutrida.

“Y eso es clave, porque no podemos aplicar fertilizantes ni pesticidas. Todo lo que usemos, se concentra después en el aceite. Tiene que ser lo más puro posible”. También la altitud coincidía con la del valle búlgaro. Todo calzaba. Así se instaló el primer rosal de rosa damascena en Chile, que fue también la semilla de Native Rose, su actual empresa.

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El proyecto ya estaba en marcha cuando Gonzalo conoció a Lua. Y con ella, la rosa damascena encontró otra forma de florecer. “Cuando nos conocimos, empezamos a hacer las etapas que faltaban”, cuenta él. Lua trajo una mirada más intuitiva, más sensible. Y fue ella quien impulsó el giro que transformaría a Native Rose en algo más que una plantación o una línea de productos.

“En Chile la gente es súper escéptica. Cuando hay algo nuevo, algo raro, cuesta que se abran”, dice Lua. Por eso decidieron invitar a las personas a vivir la experiencia desde adentro. Nada de tiendas, ni de vitrinas: querían que las personas sintieran el aroma de la rosa directamente en el rosal, que se empaparan de su energía.

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Al principio era todo muy precario. “Teníamos un colchón, la gente venía a cosechar y la acostábamos ahí, encima de los pétalos. Les contábamos la historia, les mostrábamos cómo era. Cero saber de terapia o de tour, nosotros cultivábamos la rosa no más”, recuerda Lua. Las primeras veces llegaron cuatro personas. Al año siguiente, un poco más. Pero algo pasaba: quienes venían, se iban distintos. Tocadas por esa experiencia sencilla, pero profunda.

Con los años, esa experiencia fue tomando otra forma. Lo que partió con cosechas compartidas y una cama improvisada de pétalos, se convirtió en un espacio de bienestar. Hoy, en medio del los rosales, se realizan sesiones de yoga, ceremonias de cacao, visitas guiadas y encuentros que invitan a conectar con la tierra, el cuerpo y la calma.

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Pero lo más potente, quizás, son los círculos de mujeres que lidera Lua.

Desde siempre, Lua se sintió más cercana al campo que a los grupos sociales. “Prefiero el silencio que la muchedumbre”, dice. Estudió paisajismo, amaba las flores nativas, el copihue, esas que casi nadie mira. Pero cuando conoció a Gonzalo, y a través de él, a la rosa damascena, algo se movió. “La rosa me llegó así, profundo. Es tan sublime, tiene tantas propiedades, que es como una mujer”.

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Por eso decidió crear estos círculos. “He ido abriendo el espacio a otras mujeres para que hagan cosas, y ha sido como un fueguito que se enciende”, cuenta. “Y es que sin otras mujeres no soy nadie en el mundo. Sin esa sabiduría que me han entregado todas las que he conocido en la vida, no soy nadie. Entonces las quiero a todas. Las quiero a todas y quiero que todas tengan la rosa, porque les va a servir mucho para sanar. A mí también me ha servido”.

En cada círculo, las asistentes cosechan juntas, se sientan sobre los pétalos y acompañan con la mirada, el oído, el cuerpo presente. “A veces hablamos, a veces no. A veces salen cantos. Una vez, con un grupo de brasileñas, hicimos todo en silencio. Fue hermoso”. En uno de esos encuentros, terminaron haciendo un baño de rosas. “Todas las mujeres sentadas en círculo, rociando pétalos unas a otras. Fue exquisito”.

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Respecto de sus propiedades, Lua dice que son casi innumerables: es altamente regeneradora de tejidos, desinflamatoria, analgésica, cicatrizante y desinfectante. “Con cuatro productos tienes para todo”, dice Lua. La línea de Native Rose incluye una crema facial, el aceite esencial puro, un blend con argán y un hidrolato que se aplica como bruma o se inhala. “Uno para el cuerpo, otro para el alma y otro para la vanidad”, resume entre risas.

Pero más allá de sus usos terapéuticos o cosméticos, la rosa que cultivan en este rincón cerca de la comuna de Buin tiene otra función: abrir un espacio. Uno que huele a tierra húmeda, a calma, a pétalos recién cosechados. Un lugar donde lo comercial se diluye para dejar paso a la experiencia, al encuentro, a una forma distinta de habitar el bienestar.

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