
Natalidad y crecimiento: el extraño caso chileno

Chile está en el último lugar en la tasa de natalidad de América Latina, con solo 7,7 nacidos vivos por cada 1.000 habitantes, la mitad del promedio de la región, de acuerdo a un reciente estudio de la Red de Institutos Latinoamericanos de Familia (Redifam). En un año, en nuestro país se mueren tantas personas como las que nacen y la tasa de fecundidad no alcanza ni la mitad de los 2,1 nacimientos por cada mujer, la mínima necesaria para el reemplazo generacional. En 2024, nuestra tasa global de fecundidad fue de sólo 1,03 hijos por mujer, según el INE.
Esas duras cifras no debieran ser sorpresa, dado que el ingreso per cápita en Chile es de los más altos del grupo estudiado, y se ha comprobado empíricamente que su aumento se asocia a una caída en el tamaño de las familias. A mayores recursos y mayor participación de la mujer en la fuerza laboral, las sociedades han ido reduciendo el número de hijos, pues el costo oportunidad aumenta dado que los niños son muy demandantes de tiempo y dedicación.
Chile parece estar cosechando hoy el dinamismo económico del pasado, pues hay menos nacimientos y la población envejece. El problema es que, hoy, su ingreso per cápita ya no se incrementa como antes. Tenemos baja fertilidad y bajo crecimiento a la vez, una combinación que la teoría no consideró como posible situación de equilibrio.
Un trabajo de los economistas Gary Becker (Nobel 1992), Kevin Murphy y Robert Tamura da cuenta de dos posibilidades para el comportamiento de largo plazo de una economía: alta fertilidad y bajo crecimiento; o baja fertilidad y alto crecimiento. Nuestra situación escapa a ambas opciones. La baja fertilidad que se observa en nuestro medio debiera coincidir con un mayor éxito en la generación y difusión de capital humano a nivel familiar y, por tanto, con la aceleración del crecimiento económico. No es así para Chile.
La realidad demográfica en que nos encontramos es un obstáculo para el desarrollo e impone varios desafíos para las nuevas generaciones. Nuestro país es pequeño en población, en un contexto global en que el capital humano exhibe rendimientos crecientes con un fuerte componente de externalidades positivas. Es decir, somos más productivos en la medida que interactuamos con un mayor número de individuos capacitados. Se estima que la productividad de una persona aumenta en un 3% por cada 10% de alza de la productividad del grupo con que interactúa.
Si el tamaño de las familias se ha reducido a los niveles exhibidos por Chile, ¿por qué no nos hemos movido a un nuevo equilibrio de crecimiento del ingreso per cápita, como se deduce del modelo de Becker, Murphy y Tamura?
Para ayudar a una respuesta, hay otros hallazgos negativos que también son identificables en el estudio de Redifam. Además de ser últimos en natalidad, somos primeros en divorcios, con 59 por cada 100 matrimonios, lo que da cuenta de que la composición de la estructura familiar también está cambiando. Ello repercute, entre otros efectos, en que disminuya el tiempo disponible para que padres y madres, juntos o por separado, se dediquen a la formación de sus hijos.
A todo ello se suma otra realidad: las hijas suelen asumir el cuidado de sus progenitores mayores, como reportan diferentes encuestas, lo que implica que nuestra transición demográfica nos está jugando una mala pasada con la necesidad de acumular capital humano.
Países con similares niveles de ingresos al chileno tienen tendencias diferentes, lo que explica por qué algunas economías se estancan, mientras otras despegan. En 1960, Corea del Sur y Filipinas tenían un similar estándar de vida, contaban con poblaciones de tamaño parecido, similar porcentaje de la población en edad de trabajar y viviendo en la capital. El porcentaje del PIB proveniente de la agricultura también era equivalente y las estadísticas en educación no eran tan distintas, entre otras comparaciones. Más de sesenta años después, el PIB per cápita de Corea del Sur es 10 veces el de Filipinas.
Entender que las políticas públicas sí pueden hacer la diferencia es clave para no caer en el pesimismo determinístico fatalista de conceptos como “la trampa de los países de ingresos medios”. Como lo han demostrado naciones como Corea del Sur, sí se puede. Políticas que reducen el costo de la educación, aumentan su retorno, no penalizan tributariamente su acumulación y entienden que el capital humano es el motor del crecimiento, pueden hacer la diferencia.
En definitiva, el futuro de Chile depende de las decisiones que adoptemos hoy para abordar la baja natalidad y el desacelerado PIB per cápita.
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