
Nuestras otras licencias
"Fiscalizar y sancionar con celo. Como notablemente lo ha hecho la contralora en el caso de las licencias de viaje: no solo destapando el fraude, sino yendo hasta el fondo para hacer los sumarios, remover a los deshonestos e iniciar acciones penales. El mismo celo a aplicar a nuestra larga lista de licencias rutinarias".

El fraude de licencias médicas en el Estado ha generado comprensible indignación, al involucrar recursos públicos y faltas éticas que dañan la fe pública. ¿Enfermos? Sí. Enfermos de frescos.
Pero hay un riesgo en quedarnos solo con la indignación y el dedo acusador: caer en hipocresía y en la expiación de una larga lista de otras licencias que normalizamos a diario, y que también tienen un elevado costo económico y social.
Desde ya, sería absurdo y cómodo concluir que el abuso de licencias es exclusivo del Estado (la naturaleza humana es la misma) o que se remite solo a los viajes al extranjero. Lo de “tirar licencia” parece una práctica extendida, amparada por una lucrativa industria de médicos chantas que las fabrican.
¿Cuánto del gasto anual de US$4.000 millones en licencias médicas —43% en el Estado y 57% en el sector privado— es trucho? No lo sabemos. Sí sabemos que en el Estado, incentivos mediante (no hay período de carencia ni tope de sueldo), anualmente hay 17 días más de licencias promedio por trabajador que en el sector privado. Esta brecha cuesta (Estado y aseguradores) US$750 millones anuales en el Estado central y US$1.100 millones si sumamos municipios. También sabemos que Fonasa gasta anualmente US$3.000 millones (70% de sus cotizaciones) en licencias, y que presumiblemente una parte significativa va a licencias truchas que financiamos todos vía mayores aportes estatales contra nada.
Pero ¿son estas las únicas licencias fraudulentas y costosas? Claramente no. Muchas veces somos parte o normalizamos otras. Veamos.
Por ejemplo, la próxima vez que esté en un estacionamiento congestionado —aeropuerto, mall o supermercado— fíjese en la cantidad de “licencias médicas” estacionadas en espacios reservados para personas con discapacidad. Verá una amplia variedad de camionetas y 4x4 (naturalmente sin Cruz de Malta ni nada), de personas cuya discapacidad parece más ética que física.
Un día de taco en la carretera es otra ocasión propicia para encontrar licencias. Como en el estacionamiento, saltarse la fila resulta irresistible para los winners que nos adelantan raudos por la berma en sus licencias con ruedas.
Más adelante, en la estación de servicio, descubrimos que esta también suma. “¿Boleta o factura?”, pregunta el bombero. Da lo mismo que vayamos en evidente viaje de vacaciones (niños en traje de baño, bolsos, perro a cuestas y todo eso). Si la pregunta se hace igual, es porque hay frescos que responden “factura” y le cargan el viaje a la empresa. Tal vez los mismos que luego apuntan con el dedo ante el escándalo de otros viajes con licencia médica.
Y hablando de impuestos, ¿qué decir de las licencias tributarias? ¿Cuántos compramos sin boleta en Instagram o similares? ¿Cuántos prestadores de servicios —personal trainers, jardineros, gasfíteres, DJs, maestros varios y un largo etcétera— nos dan boleta? ¿Cuántos la pedimos? El costo fiscal es alto. Solo en IVA, si redujéramos la evasión del actual 20% al 10% del promedio Ocde, recaudaríamos US$3.200 millones anuales más, equivalentes a dos puntos de IVA.
En la entrega de beneficios sociales también abundan las licencias. ¿Sabía usted que en el Registro Social de Hogares —que sirve de base para nuestra política social— el 50% de los hogares se declara unipersonal, mientras que en el censo esa fracción es apenas 20%? Este fraccionamiento autorreportado es una forma maliciosa de acceder a más beneficios.
Pero tal vez el caso más masivo y cotidiano de licencias sea el Transantiago y su evasión cercana al 40%. Esto implica que más de un millón de personas evaden diariamente su pasaje, a un costo de unos US$150 millones anuales que se traspasa a todos los chilenos, especialmente a quienes pagan su pasaje una tarifa mayor que si todos pagaran.
El Transantiago sintetiza otro problema: cuando se supera cierto umbral de frescura, es difícil volver atrás. No solo porque la situación se normaliza y el estándar ético se corre (“pero si todos lo hacen”), sino también porque, al financiar bienes públicos, es racional que los cumplidores empiecen a preguntarse hasta cuándo seguir financiando al resto.
La lista de nuestras otras licencias truchas es larga. Aquí solo hemos listado algunos ejemplos. Dejo al lector ampliarla. ¿Qué hacer?
Lo primero es dejar de mirar la paja en el ojo ajeno y empezar a ver la viga en el propio. Hacernos la pregunta honesta de cuántas otras licencias validamos cotidianamente. Sin ese escrutinio básico es difícil enmendar el rumbo, y muy fácil expiar nuestras faltas apuntando con el dedo ante escándalos como el develado por la Contraloría.
Y, por supuesto, fiscalizar y sancionar con celo. Como notablemente lo ha hecho la contralora en el caso de las licencias de viaje: no solo destapando el fraude, sino yendo hasta el fondo para hacer los sumarios, remover a los deshonestos e iniciar acciones penales. El mismo celo a aplicar a nuestra larga lista de licencias rutinarias. Después de todo, tal vez sea la única forma de combatir la tentación de Giges.
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
1.
2.
3.